Como que en política, y en general en la vida, la única manera de analizar y valorar los acuerdos alcanzados son los resultados, habrá que concluir que la no aprobación del catalán como lengua oficial de las instituciones europeas en el Consejo de Asuntos Generales de la Unión es una mala noticia. Consta que el gobierno español y el ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel Albares, se ha empleado a fondo con sus colegas comunitarios y existe la expectativa de que en la próxima reunión del 24 de octubre en Bruselas la cosa vaya de diferente manera. Pero hoy no es así y teniendo en cuenta que el gobierno español cerró un acuerdo con el president Carles Puigdemont de que sacaría adelante el tema de la oficialidad del catalán en la UE y, gracias a ese compromiso, Junts le facilitó los siete votos que necesitaba para que la socialista Francina Armengol fuera presidenta del Congreso, Pedro Sánchez tendrá que revertir este no en un sí si quiere permanecer otra legislatura en la Moncloa.
El paso de las semanas da fuerza a la necesidad de un verificador internacional de los acuerdos entre el PSOE y Junts. ¿Qué tipo de acuerdo puede tener unas bases sólidas entre dos partidos en los que prima la desconfianza mutua sin una persona independiente que compruebe que los pactos que se firman se cumplan? Habida cuenta de que el compromiso del gobierno español de lograr la oficialidad de catalán en la UE era firme y aun está en stand by, y esa era una carpeta que se tenía que resolver este martes y entrar en la fase de la investidura, los socialistas deberán ponerse las pilas. Rematar el tema del catalán en la UE, acordar el de la amnistía y aceptar la cuestión del verificador. Todo esto antes de una hipotética investidura de Sánchez que no se podrá alargar más allá de finales de noviembre.
Con el reloj en marcha, tampoco se puede decir que este martes haya sido un mal día para el catalán. Se ha hablado por primera vez y a partir de ahora será siempre así, en el Congreso de los Diputados tanto con el catalán como con el gallego y el vasco. Es un avance significativo que pone de relieve cómo se pueden cambiar dinámicas que parecían inamovibles si los votos se utilizan adecuadamente. Era una condición previa para la oficialidad europea que deberá rematarse en octubre en la UE. Albares viajó a Bruselas para convencer a sus colegas de la necesidad de incorporar tres lenguas más al listado de las oficiales y el asunto quedó pendiente de nuevos dictámenes jurídicos. No es un no pero tampoco es un sí. Seguramente, España habrá aprendido la lección de que es más fácil aplicar el rodillo y utilizar la presidencia de turno de la UE con una única lengua que con tres.
Al fin y al cabo, la situación del catalán es diferente a la del gallego y el vasco tanto en número de hablantes como en el hecho de que sea la única de las tres lenguas que es propia de un estado europeo como es Andorra. El catalán lo hablan unos diez millones de personas, ciudadanos de cuatro estados: Andorra, España, Francia e Italia. Una situación muy diferente a la de los 700.000 hablantes del euskera y a la de los dos millones que hablan gallego. Puede haber perfectamente una oficialidad en la UE a dos velocidades en la que se dé luz verde en octubre al catalán y euskera y gallego queden para más adelante. Albares ya ha empezado a moverse discretamente en esta dirección ya que la complejidad de la mayoría política que necesita Sánchez para su investidura le impide dejar a nadie descontento.
Al final, aquí todo el mundo tendrá que jugar sus cartas y fijar sus prioridades. Y Puigdemont parece dispuesto a rebajar el lenguaje para facilitar el diálogo pero no a rebajar sus objetivos políticos. Por su parte, el Gobierno haría bien en no confundir una cosa con la otra si no quiere encontrarse con un susto por no haber perimetrado bien los márgenes para negociar con su interlocutor. Porque, avisados, están.