Todo el mundo evoca el 23 de febrero de 1981 como el día del golpe de estado en que un grupo de militares al mando del teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero Molina interrumpieron la sesión del Congreso de los Diputados que estaba procediendo a la investidura de Leopoldo Calvo Sotelo como presidente del Gobierno. Se recuerda también la salida de los tanques a la calle en València, cuyo capitán general era Jaime Milans del Bosch y el papel del rey Juan Carlos desde la Zarzuela, de quien ahora sabemos que la historia que se nos explicó era fake. Pero con los años se ha ido olvidando el día después. El trascendental e involucionista día después. La jornada diurna de aquel martes de hace más de 42 años había empezado con la salida de los parlamentarios de la Carrera de San Jerónimo después de una noche retenidos y humillados por los militares golpistas.
De entre los 350 diputados, nueve se podría decir que eran nacionalistas catalanes. Los ocho de Convergència i Unió y el solitario Heribert Barrera, de Esquerra Republicana. Pues bien, recién salido del Congreso, el presidente del grupo parlamentario de Minoria Catalana (CiU), Miquel Roca, contactó con Jordi Pujol en el Palau de la Generalitat. De aquella conversación telefónica surgió el cambio en el signo de la votación de los diputados nacionalistas catalanes, que pasaron de la abstención al sí por lo que entendían que era un acto de responsabilidad ante el riesgo en que parecía estar la democracia y así lo anunciaron inmediatamente.
La respuesta del Estado al gesto de compromiso de los Pujol, Roca y compañía fue una convocatoria del jefe del Estado en la Zarzuela a los líderes políticos del momento: el presidente cesante Adolfo Suárez y los diputados y líderes parlamentarios Agustín Rodríguez Sahagún (UCD), Felipe González (PSOE), Santiago Carrillo (PCE) y Manuel Fraga (AP). Los representantes catalanes y vascos (PNV) no fueron ni convocados, ya que se entendía que también eran parte del problema de una España autonómica que había que poner en cintura.
Ello se supo más tarde, cuando vino meses después la LOAPA y el cierre a cal y canto de un modelo de estado autonómico que quizás hubiera podido ser más federalizante pero al que los partidos españoles renunciaron. Hoy sabemos que el corrupto monarca movía los hilos del golpe y que, por tanto, la democracia estuvo bastante menos en peligro de lo que se nos quiso hacer creer y todo fue una especie de farsa para domesticar a una clase política. Al menos, claro está, que el rey no hubiera apostado directamente por encabezar una dictadura militar.
La solidaridad desde Catalunya con los problemas de otros contrasta con el escaso apoyo al independentismo en los momentos más difíciles
Lo que está sucediendo estos días en Madrid, con el golpe de las togas en marcha y la aquiescencia de la derecha política y mediática, y esta especie de temor en algunos casos, y de preocupación en otros, que sobrevuela por encima de la ciudadanía española, también de la clase política catalana, me recuerda mucho a aquellos momentos. No son exactamente los mismos, pero sí guardan una cierta semejanza. Al menos, esa hiperresponsabilidad desde Catalunya por ser solidarios con los problemas de los otros cuando venimos de unos años en que el independentismo ha encontrado, en general, un nivel de apoyo o incluso de camaradería, sobre todo en los momentos más difíciles, más bien escaso, por no decir muy muy sutil. Todo ello, en medio de una investidura, compleja, y fruto de los resultados del pasado 23 de julio, en que el independentismo tiene las mejores cartas en la partida.
Pero ya dice el refrán que el ganador de la partida es quien comete el penúltimo error. Y, seguramente, en estas precisas horas estamos en ese justo momento en que se trata de ganarla bien, sin regalarles nada.