Cuando, en la primavera del año 2007, un millar de empresarios y profesionales de diversas disciplinas se reunieron en el IESE para reclamar un mejor trato del gobierno español hacia las infraestructuras catalanas y, muy especialmente, convertir el aeropuerto de El Prat en un gran hub con rutas internacionales, aún faltaban tres años para la sentencia del Estatut y cinco años para el inicio de las grandes movilizaciones independentistas. José Luis Rodríguez Zapatero estaba en la Moncloa y José Montilla en la Generalitat gobernando con Esquerra Republicana y con Iniciativa per Catalunya. El acto cogió a contrapié al Govern, que entendió que también era una desautorización al tripartito, que no iba ni con cola. Pedro Nueno, Andreu Mas-Colell y Germà Bel fueron los oficiantes encargados de expresar el malestar de una sociedad civil catalana timorata y acobardada, pero que aún podía hacer actos como aquel sin que tuvieran consecuencias políticas.
Aunque tuvo su importancia en aquel momento, no dejó de ser una manifestación de protesta light de una platea repleta de corbatas y que, visto con los ojos de hoy, aún creía que tenía un papel a jugar en el futuro de un país que corría el riesgo de caer en la irrelevancia con el ahogo económico de Madrid. Repito: el proceso independentista ni se había iniciado, ni se le esperaba, pero el malestar hacia Madrid estaba cuajando rápidamente. Es necesario explicar este episodio para entender algunas cosas relacionadas con el permanente maltrato del Estado con las infraestructuras de Catalunya. En el poder español habían cuajado lo que serían en el futuro dos vías de actuación: a la nación se le desestabilizaba con la lengua catalana y el ahogo económico impediría a Catalunya desarrollar todo el potencial que tenía y que, bien alineado, era mucho e importante.
Vino después la sentencia del Estatut, el fracaso del pacto fiscal —la vía intermedia para tener la autonomía financiera que tenían los vascos— y el proceso de independencia con los resultados de sobras conocidos. Catalunya demostró lo que quería ser y el Estado se quitó la careta y dejó al descubierto el rostro desagradable y violento que llevaba dentro. Aplastó el movimiento, desarboló a los partidos, descabezó los liderazgos e hizo una cosa peor: prendió la llama de la división, que le costó muy poco ya que el país pasó en algunos aspectos a un segundo plano. El independentismo se quedó sin brújula y aún no la ha encontrado. Pero los defensores de la tercera vía, aquella tercera vía que tenía parada en la Moncloa y en la Zarzuela, fue utilizada como un kleenex de usar y tirar, ya que nunca entendieron que en Madrid no hay camino para una tercera vía, cuando se encuentran muy cómodos circulando ellos solos por la vía principal.
Era una lección que ya había aprendido Josep Tarradellas cuando explicaba con qué facilidad Madrid, con sus permanentes palmaditas en la espalda, atemperaba la reclamación catalana. Jordi Pujol veinte años más tarde hablaría del titas, titas, titas comparando la política de los cargos y prebendas, las migajas, que siempre ha ofrecido Madrid a Catalunya. Aquella sociedad civil en 2007 tenía más empuje que la actual, desarbolada y asustada, temerosa de un juez o de una inspección fiscal. Ante la mayor ofensiva en un tema capital como las infraestructuras, silencio. O lo que es lo mismo, unas declaraciones o un comunicado. Eso sí, precedido del verbo "exigir". Otra expresión que deberá desaparecer del lenguaje público con la de "blindar" (una competencia). Son malos tiempos, ciertamente. Muy malos tiempos. La política necesita un golpe de timón, ciertamente. Pero la burguesía pretérita y las patronales se han borrado de la solución. No son tiempos como para molestar a Madrid.