La Asamblea de Parlamentarios del Consejo de Europa, que reúne a 47 estados, ha propinado este lunes por la tarde a España y al Tribunal Supremo un revolcón histórico al pedir la libertad de los presos políticos, la retirada de las euroórdenes que pretenden entregar a la justicia española al president Carles Puigdemont y el resto de consellers de la Generalitat exiliados en 2017, que los indultos de Pedro Sánchez incluyan también el delito de malversación y no solo el de sedición y acabar con la persecución judicial del independentismo catalán. La votación de los parlamentarios del Consejo de Europa ha sido contundente: 70 votos a favor, 28 en contra y 12 abstenciones y nada han podido hacer los diputados españoles para evitar el naufragio.
La justicia española, la alta magistratura, que pidió árnica a Pedro Sánchez el pasado viernes a través de sus organizaciones profesionales, cuando las cartas ya estaban repartidas, no ha sido indultada por el Consejo de Europa. El escarnio a España, políticamente hablando, es inapelable y la comparación con Turquía humillante y para poner a reflexionar a las autoridades españolas. Que solo el 22% de los diputados hayan rechazado el informe —las tres derechas y el PSOE viajaban en el mismo tren— y se hayan alineado con las posiciones españolas, es un ejemplo del peso real de la diplomacia monclovita. La Marca España necesitará más dinero para taponar la vía de agua que se ha abierto por más que los medios españoles, también destacados catalanes, achiquen, como un hombre más, agua del barco y colaboren a rebajar la importancia de la noticia.
Es más fácil entender ahora el movimiento a la desesperada de Sánchez este lunes en Barcelona. Lo que ha querido presentar como un gesto de gracia de su gobierno con los nueve presos políticos encerrados en Lledoners, Puig de les Bases y Wad-Ras no es más que una imposición europea ante el atropello de un movimiento democrático y mayoritario en Catalunya. Europa, las instituciones europeas, han tardado en reaccionar para satisfacción de España y desesperación del independentismo. El Consejo de Europa, que se define como una organización internacional de ámbito regional destinada a promover, mediante la cooperación de los estados de Europa, la configuración de un espacio político y jurídico común en el continente, sustentado sobre los valores de la democracia, los derechos humanos y el Imperio de la ley, ha dictado sentencia y reafima el viejo axioma de que no habría justicia posible hasta traspasar los Pirineos.
El aplastante resultado de la votación pone de relieve dos cosas que son dos caras de la misma moneda: en una organización europea con representación oficial de 47 estados, muy pocos países se han creído que el independentismo propiciara en 2017 una acción que mereciera la terrible sentencia del Supremo que recibió. En segundo lugar, el camino de España por defender su unidad territorial al precio que sea, con violencia y emitiendo sentencias como la del Supremo, que ha quedado claramente en entredicho, ha sido enmendado.
Pedro Sánchez ha venido al Liceu a interpretar una obra ante el establishment local barcelonés, siempre tan ansioso por escuchar promesas y tan descuidado a la hora de exigir su cumplimiento, y a hablar de magnanimidad, clemencia y reencuentro. Todo muy pomposo y hueco, como suele ser habitual en el presidente. Ninguna propuesta, ningún propósito de enmienda. Ha irritado a la derecha y ha dado ánimos a los ya convencidos. Ha engañado a todos y no ha solucionado nada. Se ha blindado contra la amnistía y el referéndum y ha ganado tiempo. Esto último, ganar tiempo, y hacer magia con las palabras, es lo que hace mejor. Sin inmutarse, aprobó con Rajoy el 155 y se alineó con el revanchismo de la España más antidemocrática y ahora se presenta como el adalid de la democracia.
Las últimas palabras de su intervención dedicadas a los catalanes, us estimem, no es que sean exageradamente cursis, es que no tienen valor alguno mientras la represión no se detenga y se deje de perseguir policial y judicialmente al independentismo.