La decisión de Junts per Catalunya de alejarse definitivamente del consenso político con PSC, Esquerra y comuns para modificar la ley del catalán resquebraja el acuerdo sobre la lengua y deja a la intemperie la respuesta que se debe dar a la intromisión de la justicia española en el porcentaje del castellano en las aulas de Catalunya. Sigue habiendo mayoría parlamentaria si los tres grupos firmantes quieren sacar adelante el proyecto —el elemento más polémico era la introducción del castellano también como lengua vehicular en la escuela, según el proyecto lingüístico que fije cada centro—, pero la decisión de Junts también modifica el alineamiento de las entidades soberanistas y las más específicamente relacionadas con la lengua o con la educación, ya que la ausencia de consenso político reafirma a las que ya estaban en contra del acuerdo y aleja aquellas que se hubieran podido incorporar si había un acuerdo.
Aunque la decisión de Junts estaba en barbecho desde finales del pasado mes de marzo, cuando primero se sumó a la fotografía de la unidad y a las pocas horas congeló su participación, el volantazo que se ha acabado dando a su primera voluntad ha sido importante, pasando de encabezar el sí a querer liderar el no. El congreso de Junts del próximo 4 de junio tiene bastante que ver y el acuerdo entre Laura Borràs y Jordi Turull también, más allá de que la formalidad de la ruptura corresponda en puridad aún al mandato de Jordi Sànchez. Le corresponde a Esquerra decidir qué hacer ahora y al president Pere Aragonès gestionar una crisis sobrevenida en la que los dos socios del gobierno mantienen una posición radicalmente opuesta y no precisamente sobre un tema menor. Por si no fuera poco, recae sobre la Conselleria d'Educació, con Josep Gonzàlez-Cambray al frente, que parece estar bajo una tormenta perfecta, ya que este problema se solapa con el del calendario del inicio del curso escolar en septiembre que el departamento pretende adelantar y que tiene soliviantada a la comunidad educativa.
Todo ello, teniendo en cuenta el ultimátum del Tribunal de Justícia de Catalunya (TSJC) para que el 25% de la educación se realice en castellano, una cuestión capital y que gravita sobre cualquier arquitectura de un acuerdo, ya que no se puede esquivar sin un acto de desacato político. Y, seguramente, tampoco así, ya que el TSJC puede dirigirse directamente a todos los centros escolares con una instrucción en este sentido. Pero lo cierto es que ahí estamos, tratando de dar la vuelta a una decisión imposible del TSJC que después de muchos quiebros y de muchos recursos ha llegado a la recta final respecto a este 25%. Y de ahí que lo que se buscaba, o así se decía, era intentar proteger la educación en catalán en el otro 75%.
El caso de la lengua catalana, donde se ha concentrado en los últimos años la mayor ofensiva política, judicial y mediática española es paradigmático de muchas cosas, la gran mayoría preocupantes. El escenario de los años 80 y una parte de los 90 ya no existe y como demostró la sentencia del nuevo Estatut ya nada queda blindado por ley. El Estado irrumpe en las competencias propias y diluye las compartidas arrinconando hasta extremos, en ocasiones, insultantes lo que es la capacidad de la Generalitat para autogobernarse. Esta es la cruda realidad que la polémica sobre la inmersión escolar pone delante nuestro, nos guste verlo o no. Ya no hay blindaje de nada y la justicia ha entrado como un obús al decidir algo tan alejado de sus competencias como el programa escolar de cada uno de los cursos. Es una anomalía y una barbaridad, pero tiene todo el sentido del mundo.
Asfixia económica, recorte de competencias, ruptura del modelo educativo, ataque a la lengua catalana y amputación de la capacidad legislativa forman parte del mismo paquete restrictivo en que se encuentra inmersa Catalunya. Y mientras no se quiera visualizar la globalidad del problema, será imposible hacer un diagnóstico y encontrar un camino a seguir.