Se celebra este martes, 6 de diciembre, el 44 aniversario de la Constitución española, un texto en muchos aspectos superado por los acontecimientos y que, al menos, desde 2010 ha sido un obstáculo para solucionar los problemas de envergadura que se han ido planteando. De manera muy importante, el que empezó siendo un problema territorial, el encaje de Catalunya en España, en los años en que el debate que se planteaba era el de más competencias o el del concierto y que con la demanda muy mayoritaria de un estado propio y de un referéndum de independencia se ha convertido en un problema democrático y en una caja hermética imposible de tocar por más que las mayorías parlamentarias lleguen a ser diferentes. No hay camino alguno para una reforma constitucional que facilite una solución al problema catalán, como se ha visto reiteradamente. La única ruta posible siempre acabará en el mismo sitio: el Tribunal Supremo o el Tribunal Constitucional.

La Constitución de 1978, aprobada después de las primeras elecciones españolas celebradas el 15 de junio de 1977, y tres años después de la muerte del dictador Francisco Franco —algo que no debe pasarse por alto a la hora de analizar los equilibrios entre los diferentes poderes del estado, sobre todo el judicial y el político—, pretendía solucionar con una óptica reformista, no rupturista, una parte de los problemas que había entonces en un contexto de una democracia incipiente y muchos miedos a que fuerzas opacas descarrilaran el proceso. Salió un texto que el tiempo ha desnudado, por más que las formaciones del régimen del 78 pretendan explicarlo hoy en día como garante de la democracia cuando es en muchos aspectos lo contrario. Para empezar, es mentira que haya un mecanismo real que permita que la solicitud de un referéndum de independencia o una simple consulta no vinculante para conocer la opinión de los catalanes pueda llevarse a cabo. Lo intentó por la vía del referéndum Carles Puigdemont y, por la de la consulta, Artur Mas y los dos han sido procesados.

Estamos, en consecuencia, en medio de un círculo vicioso que se alimenta de mentiras, ya que es una senda intransitable, puesto que no ofrece solución alguna. Muy diferente, por ejemplo, a los inconvenientes que se está tropezando la ministra principal de Escocia, Nicola Sturgeon, que se ha encontrado con el veto del Tribunal Supremo británico a que pueda celebrar unilateralmente un nuevo referéndum oficial, como el de 2014. Pero aun así, los tribunales británicos no se oponen al mismo, sino que le indican el camino a seguir y que no es otro que llegar a un acuerdo con el primer ministro del Reino Unido, Rishi Sunak, el líder del Partido Conservador, como en su día llegó Alex Salmond con David Cameron. No hay un no a todo, sino un por aquí no. Algo similar a lo que aconteció en el Canadá con el referéndum del Quebec y la ley de claridad.

No es extraño que, en este contexto, la actual Constitución no responda a muchas de las necesidades actuales y en zonas como Catalunya o el País Vasco el rechazo a la misma sea muy significativo. Que se haya convertido en un corsé para reprimir movimientos democráticos más que en una herramienta dinamizadora y útil de las reclamaciones democráticas que se producen. Pero lo cierto es que, al final, las dinámicas recentralizadoras tienen tal fuerza en España que acaban engullendo todo lo que tienen cerca. Incluso el movimiento que pretendía acabar con la casta en España, Podemos, ha acabado siendo una capa más de la casta, con sus diferencias, pero sin cuestionar a fondo el régimen del 78. Una parte más estética, sí, claro está. En eso consiste el truco, aparecer como muy diferente para hacer después solo algunas pocas cosas distintas.

Todo ello, en un momento en que los vectores más aperturistas de la Constitución están en franco retroceso y se sienten cómodos en la jaula dorada que se ha acabado convirtiendo. Y que acaba sirviendo de excusa para cualquier reforma que pueda dar la vuelta como un calcetín a los problemas que plantea.