Decía Oscar Wilde que "nada se parece tanto a la ingenuidad como el atrevimiento" y como Pedro Sánchez de lo primero no tiene nada, es fácil concluir que lo que trata de vendernos con su último plan de regeneración democrática es, sobre todo, una cortina de humo. Como a aquel mal prestidigitador, al presidente se le ve el truco mucho antes de que lo haya acabado. De alguna manera tenía que justificar los cinco días de reflexión que se tomó al inicio de la campaña catalana y en los que amenazó con dejar la presidencia del Gobierno porque un juez había otorgado a su mujer, Begoña Gómez, la condición de investigada. Por cierto, de aquella campaña de un enorme impacto mediático salió una participación inusual del votante socialista en unas elecciones catalanas. Pero vayamos a la regeneración democrática de Sánchez: inconcreción, soledad y rechazo, son los tres adjetivos que mejor definen su plan.

Detrás de buenas palabras, como fortalecer la democracia con una batería de medidas en favor de la transparencia en las instituciones del Estado y los medios de comunicación o de su pomposo anuncio de querer garantizar una prensa libre, a la vez que luchar contra los bulos y la desinformación, uno tiene la impresión de que nada es lo que se dice. Sobre todo, por el momento elegido y por las implicaciones personales: ¿una ley cuando la justicia persigue a tu esposa? Como carta de presentación del Plan de Acción Democrática es, cuando menos, vidrioso. Si además, lo que empezó con escasa credibilidad de los denunciantes ha ido escalando periódicamente con noticias preocupantes para Sánchez cuando faltan pocos días para que Begoña Gómez declare el viernes en el juzgado es suficiente para sospechar.

¿Acaso hubiera sancionado Sánchez a los medios que impulsaron el discurso de que en Catalunya había habido un golpe de Estado?

Una declaración que se va a producir después de que el empresario Juan Carlos Barrabés reconociera el pasado lunes ante el juez Juan Carlos Peinado, que investiga a Begoña Gómez por los presuntos delitos de tráfico de influencias y corrupción en los negocios, que mantuvo varias reuniones en el Palacio de la Moncloa con la esposa del presidente del Gobierno, y que en dos de ellas estuvo presente Pedro Sánchez. Feo, muy feo. Y que este miércoles la Universidad Complutense de Madrid (UCM) reclamara al juez Peinado que la investigue por apropiación indebida, después de detectar, en un informe interno elaborado por la misma universidad, indicios delictivos durante su dirección de la Cátedra de Transformación Social Competitiva.

Si esta es la apariencia contra la que pretende luchar Sánchez, es normal que ni sus socios periféricos le hayan avalado y que su plan tenga todos los números para acabar en el último cajón de su mesa. Porque claro que tiene que haber una manera para luchar contra las fake news. Pero también para las que propagan los grandes grupos de comunicación. Y aquí, modestamente, por lo que ha sucedido en los últimos años en Catalunya y la persecución del independentismo con la cobertura mediática correspondiente, Pedro Sánchez tiene poca legitimidad. Más bien ninguna. ¿Acaso se hubiera sancionado a los medios que impulsaron el discurso de que en Catalunya había habido un golpe de Estado? ¿O a los que avalaron la operación Catalunya, una acción que hoy se sabe que fue organizada desde el Estado y con el apoyo de las cloacas del Estado? ¿O hubieran sido sancionados los que hubieran denunciado la ilegalidad de la actuación del Estado español? Como todos sabemos el final, ingenuos no, señor presidente.