El 26 de noviembre de 2009 la prensa catalana publicó un editorial conjunto en el que bajo el título de La dignidad de Catalunya pretendía llamar la atención de las consecuencias que tendría para Catalunya, para España y para las relaciones entre Catalunya y España un fallo del Tribunal Constitucional que descabezara el Estatut votado en referéndum por la ciudadanía de Catalunya en junio de 2006. Era un editorial ponderado, acorde con aquel momento político, sin duda crucial, en parte parecido al actual, aunque también, después de todo lo que ha llovido, con una tensión ambiental muy diferente. También premonitorio: todo lo que allí se decía ha ido sucediendo paso a paso.
La reacción de Madrid, del Madrid político y mediático, fue tan agresiva, desmedida y miope con los promotores del editorial que sucedió lo peor que le podía pasar al conjunto de la política española y que no es la primera vez que le sucede: los árboles no dejaron ver el bosque. Los políticos, fundamentalmente el PP, que habían puesto en marcha los recursos de inconstitucionalidad al Estatut aprobado por los catalanes, fueron incapaces de detener la maquinaria judicial que habían activado. El PSOE tampoco hizo nada, aunque entonces estaba en el Gobierno y Zapatero había alardeado años antes de que aprobaría el Estatut que llegara de Catalunya. Y los miembros del TC, cuyos integrantes los dos partidos habían nombrado, les hicieron el trabajo sucio.
La política tenía que impedir, en los meses siguientes, el desatino que ella misma había puesto en marcha y fue incapaz de hacerlo. Fue la primera vez desde el inicio de la transición que el poder del Estado español mostró su rostro y se quitó sin ambages la careta: la España autonómica entraba oficialmente en regresión y se iniciaba una lenta pero imparable recentralización a través de leyes marco en muchas materias, incluidas educación y cultura. O sea, la inmersión lingüística y el catalán. Más allá de que ahora sería imposible repetir aquel editorial por la línea actual de varias de sus cabeceras, lo cierto es que la gravedad de aquel momento, se mire por donde se mire, era incluso inferior a la actual.
El juicio que se inciará este lunes contra el entonces president de la Generalitat Artur Mas por haber colocado el 9 de noviembre de 2014 las urnas en un proceso participativo y no vinculante, que incluso el Gobierno español pretendió ridiculizar, en las fechas previas, tildándolo de butifarrada, es un desatino. Y lo que es peor: es una venganza política. Es usar la máxima expresión de fuerza frente al débil, imponer a la fiscalía decisiones que no quería tomar y dar apariencia de que los que se sentarán en el banquillo de los acusados no son otra cosa que unos delincuentes que han incumplido la ley. Todo ello, por una incapacidad evidente a la hora de dar una respuesta política y democrática al mayor desafío territorial que ha tenido España.
Pero los mismos que malinterpretaron aquel editorial de 2009 son los que ahora equivocan el diagnóstico de la respuesta catalana. Será, como siempre, democrática y en defensa de sus instituciones. Así ha actuado siempre el catalanismo, en parte, porque esas son sus mejores bazas. Claro que habrá una multitud acompañando a Mas, Ortega y Rigau. Y que la presencia del Govern en pleno acompañando a pie a los tres acusados en el trayecto que va desde el Palau de la Generalitat hasta la sede del TSJC, en el passeig de Lluís Comanys, es un hecho de una trascendencia política sin parangón. También una expresión de querer vivir en libertad y decidir su propio futuro. Una cuestión de dignidad. La dignidad de Catalunya.