Desaparecido de la agenda de las instituciones españolas y del gobierno de Pedro Sánchez el conflicto catalán, los discursos de Navidad de Felipe VI han dejado de lado los mensajes sobre la unidad de España, el respeto a la Constitución y la situación en Catalunya. Ha perdido aquella preocupación por la unidad territorial del Estado y el de este año, emitido por las televisiones en la noche de este martes, ha tenido como novedad algunas reflexiones respecto al conflicto entre partidos e instituciones españolas y la crispación de la política. Básicamente, se sumó a la ola de indignación por la actuación de las administraciones en la gestión de la DANA en el País Valencià y reprochó a los dos grandes partidos que prioricen la confrontación frente a la búsqueda de acuerdos. El monarca lanzó una advertencia que PSOE y PP esquivarán cuando reaccionen al discurso, pero que a ninguna de las dos formaciones debió gustar: "Es necesario que la contienda política, legítima, pero en ocasiones atronadora, no impida escuchar una demanda aún más clamorosa: una demanda de serenidad".
No fue la única reprimenda, ya que el Rey mantuvo este tono al referirse a la DANA y la respuesta de los gobiernos español y valenciano a la tragedia, en la que la cifra provisional de fallecidos asciende al menos a 231 personas, de las cuales 223 han sido en la provincia de València, 7 en Castilla-La Mancha y una en Andalucía. "Hemos comprobado —y entendido— la frustración, el dolor, la impaciencia, las demandas de una coordinación mayor y más eficaz de las administraciones", señaló Felipe VI en un medido gesto de desaprobación por lo que ha sucedido en València y que, al fin y al cabo, es lo que piensa la mayoría de la población. Fue algo así como la voz de los sin voz y de ese español medio que estos últimos tiempos repite peligrosamente una y otra vez desde algunos foros que los partidos solo sirven para pelearse entre ellos. No deja de ser curioso que en 2017 se pretendiera instaurar el mantra de que el procés hacía que las familias catalanas no pudieran celebrar unidas ni la Navidad y ahora sean los españoles quienes estén preocupados porque eso acabe pasando en Madrid, Andalucía o Castilla-La Mancha.
A lo mejor, lo que sucede es que hay una mala aproximación a las realidades que viven tanto Catalunya como España. Y no hay que confundir un cambio de gobierno en Catalunya, importante eso sí, con un president como Salvador Illa, que nada tiene que ver con los que ha habido desde que José Montilla dejó el cargo en 2010 —Artur Mas, Carles Puigdemont, Quim Torra y Pere Aragonès— con que la situación sea la de la publicitada normalidad. Sobre todo porque exilio y represión son conceptos antagónicos con la pretensión de dar por superada la excepcionalidad política aún existente. Aún más: en estos momentos, hay una doble anomalía. La de nuestros compatriotas que desde 2017 no pueden regresar a Catalunya o bien la situación de aquellos que, habiendo sido indultados, no gozan de plenitud de derechos, así como los que llevan años en procesos judiciales. Y la segunda aberración: que habiendo sido amnistiados por una ley aprobada en las Cortes españolas el 30 de mayo de 2024, aún estemos discutiendo sobre la aplicación que hacen los jueces del Tribunal Supremo, la Audiencia Nacional o el TSJC.
Exilio y represión son conceptos antagónicos con la pretensión de dar por superada la excepcionalidad política aún existente en Catalunya
Por no hablar de una tercera rareza que es la gestión de los tiempos que lleva a cabo el Tribunal Constitucional que, finalmente, es el que debe desbloquear o no la situación actual si los tribunales no mueven ficha antes. El TC es la gran baza del gobierno de Pedro Sánchez con los independentistas y a menudo se escucha en Madrid la cantinela de que los socialistas hacen todo lo que pueden, porque el pronunciamiento del Constitucional lleva su tiempo y nada es rápido. En voz baja, también se oye que igual es en verano cuando emite su fallo, pero que con plazos cortos encima de la mesa también es más difícil que los independentistas acaben de romper la baraja y vayan dando pequeñas prórrogas a Pedro Sánchez, todo un especialista en dosificar sus movimientos políticos como si fueran hojas de calendario, día a día. Ahora, a Sánchez le han entrado las prisas para visitar a Puigdemont, temeroso como está de que la legislatura se vaya por el desagüe a la vuelta de las vacaciones de Navidad.
Pero, a lo mejor, el que no tiene interés en hacerse una foto es el president en el exilio, que poco tiene a ganar de una instantánea si los temas que han provocado el desencuentro siguen encallados. En su discurso de Navidad, Puigdemont ha advertido a Sánchez de que no le renovará la confianza mientras persista en su estrategia "de hundir a nuestro país en la decadencia social, económica y nacional". Cerca, cerca, por más que lo pregone Sánchez, no parece que estén.