El aeropuerto de El Prat vive desde hace semanas un caos de baja intensidad, fruto, en buena medida, de los problemas originados por la compañía Vueling. Ya se sabe que en El Prat, cuando Vueling estornuda, Barcelona se resfría, dada la fuerte dependencia del aeropuerto hacia esta aerolínea. Miles de personas han resultado seriamente afectadas en las últimas fechas ante las cancelaciones que se han producido y otras decenas de miles han visto cómo sus vuelos sufrían retrasos importantes que, en parte, eran camuflados dentro del aumento del tráfico aéreo que se da todos los veranos, pero que, en este caso, tienen un origen perfectamente claro.
Para esta semana está programada una huelga de dos días de los tripulantes de cabina de Ryanair. Los trabajadores de Iberia, por su parte, también harán dos días de huelga esta semana, justo después de Ryanair, y otros dos durante la primera semana de agosto. Se ha desconvocado la huelga de trabajadores de AENA que estaba prevista a partir del 29 de julio, lo que ofrece un respiro si se mantiene el acuerdo alcanzado. Lo mismo sucede con el preacuerdo al que se ha llegado en Vueling, aunque el servicio de esta firma viene deteriorándose en los últimos tiempos y en verano su comportamiento suele ser bastante deficiente.
Todo ello provoca que la planificación de los viajes en avión se haya convertido, en el arranque de las vacaciones, en una tarea difícil. No es el primer verano que por una cosa o por otra las dificultades de El Prat acaban ocupando las primeras noticias de los informativos. Muy reciente está el caos que supuso toda la gestión del control de pasaportes, que se demoró durante varias semanas y que provocó un choque entre la Delegación del Gobierno y la Generalitat. Para ser exactos, entre el delegado Enric Millo y el conseller de Territori i Sostenibilitat, Josep Rull, hoy injustamente en situación de prisión provisional en la cárcel de Lledoners.
Hay dos cosas que suelen provocar una gran irritación en este tipo de huelgas. En primer lugar, que suelen coincidir con períodos de vacaciones que las familias han estado planificando durante muchos meses y cuya realización les comporta un elevado gasto. La sensación de impotencia de los que se ven inmersos en el problema no ha conseguido ser superada, pese a que los derechos de los consumidores han ido avanzando. En segundo lugar está la percepción siempre subjetiva de que las administraciones podrían hacer más en este tipo de situaciones. Tanto en lo que respecta a los servicios mínimos como a la obligación de que la información que llegue a los afectados sea puntual y veraz, cosa que, muchas veces, no es así.
Lo que es enormemente cansino es saber que año tras año se repite la situación del año anterior. Y todo el mundo se sacude las culpas de encima.