Bienvenidos a la realidad judicial española. Sean bien llegados los inocentes, incrédulos, agnósticos, oportunistas, arrogantes y otras especies que llegaron a creerse que con la modificación del Código Penal y la supresión del delito de sedición, la introducción del nuevo delito de desórdenes públicos agravados y la modificación de la malversación se pondría contra las cuerdas al Tribunal Supremo y a partir de aquí la situación de los presos políticos y de los exiliados cambiaría como un calcetín. Pues no. Eso debe ser en otros países. En España la ley no es la que hacen los legisladores, sino la que quieren interpretar los jueces. Y para muestra un ejemplo: el magistrado Pablo Llarena no ha esperado ni un día a que entrara en vigor la reforma del Código Penal para enseñar sus credenciales: el gobierno de Pedro Sánchez viene a ser una suerte de traidor y carga sin matiz alguno contra la reforma.
Pero, allí está él. Capaz de descubrir resquicios donde había un alto consenso entre los proponentes de la modificación del Código Penal de que todo estaba sólidamente armado. Pues bien. Llarena se come, porque no tiene más remedio, la desaparición de la sedición, pero en un juego de manos reinterpreta la modificación del delito de malversación que pasa ahora a ser de 1 a 4 años. Dice en su escrito el magistrado y refiriéndose al nuevo artículo 432.2. "Si el dinero es un instrumento de cambio que permite concretar el contenido de la obligación recíproca de pago en algunas obligaciones onerosas, el ánimo de lucro resulta igualmente apreciable cuando se despoja a la administración de unos fondos públicos para atender obligaciones de pago que corresponden al sujeto activo del delito y que están plenamente desvinculadas del funcionamiento legítimo de la administración, como cuando se atribuye a la administración una obligación de naturaleza particular y totalmente ajena a los intereses públicos que se cuestionan". Y remacha: "En ambos supuestos se dispone de los bienes públicos como propios y se apartan de su destino para la obtención de un beneficio particular".
Dicho en lenguaje más entendible para los que no nos dedicamos a estar entre papeles de la judicatura. Según Llarena, lo mismo da que no haya habido beneficio particular en el uso de los bienes públicos, el delito es el mismo. Aunque no hay margen para una interpretación como esta, Llarena dixit. Y veremos ahora si la doctrina Llarena acaba siendo la del Supremo, aunque todo da a pensar que no ha ido por libre y que la Sala Segunda del tribunal y el juez Manuel Marchena no van a estar muy lejos de esta posición. Si es así, cabe pensar que la revisión de las condenas de los presos políticos vinculados al procés que la tienen pendiente va a ser muy desigual entre los que tienen y no tienen malversación. Entre estos últimos Oriol Junqueras, Jordi Turull, Raül Romeva y Dolors Bassa.
Otra cuestión nada menor a partir de las nuevas euroórdenes que planteará Llarena es qué sucede con Carles Puigdemont, Toni Comín y Clara Ponsatí. La situación más clara es la de Ponsatí, a quien al no tener malversación —como también sucede en el caso de la secretaria general de Esquerra, Marta Rovira— le quedaría desobediencia, que no comporta pena de prisión y, por lo tanto, puede ir pensando en plantearse su vuelta. En el caso de Puigdemont y Comín, su situación objetivamente empeora, otra cosa es que el trabajo realizado estos años por sus letrados en el exilio acabe aminorando el impacto. Sin sedición, se adapta a los esquemas europeos. Y la malversación —en Europa, corrupción— no la quiso Llarena en el 2018 cuando se la ofreció el tribunal alemán de Schleswig-Holstein y dijo que solo aceptaría la extradición por sedición. Ahora, cuatro años después, tendrá que justificar que no hay una persecución política, ya que el delito inicial ha desaparecido y sigue persiguiéndole.
En cualquier caso, se comprueba una vez más que el poder judicial es el Poder con mayúsculas en España. Se puede mirar hacia otro lado, pero eso está atado y bien atado.