Acabe como acabe el recuento de las elecciones presidenciales de los Estados Unidos, las predicciones de las empresas dedicadas a los estudios demoscópicos de los resultados electorales han resultado ser un rotundo fracaso. Como en 2016, con la victoria de Donald Trump, han sido incapaces de diagnosticar la extrema polarización del voto y que el resultado final acabaría decantándose en alguno de los estados clave del centro del país por unos pocos y definitivos miles de sufragios.
A falta del cierre definitivo del escrutinio en los diferentes estados podemos estar ante una situación insólita en la que tanto Trump como Joe Biden se proclamen ganadores de los comicios. De hecho, el primero ya lo ha hecho siguiendo su habitual y arrogante comportamiento sin esperar ni tan siquiera que el recuento estuviera lo suficientemente avanzado. En el caso del candidato demócrata se ha optado por esperar a que los resultados fueran más definitivos y la victoria se diera por segura.
La importante desviación de las predicciones electorales tiene mucho que ver con lo que sucede con el voto cuando un candidato es tan denostado por la opinión publicada como Trump. El margen de error se amplía porque sus votantes se resisten a decir la verdad, a la vista de lo que leen, escuchan o ven y a partir de aquí no hay predicción que aguante el resultado real. Eso se amplifica con un candidato demócrata inocuo como Biden, incapaz de despertar la simpatía necesaria durante toda la campaña, y unos comicios en que el voto, al final, era, se mire como se mire, a favor de Trump o en contra de Trump. De hecho, Biden ganó la nominación en una situación prepandemia y cuando se consideraba muy difícil desplazar al presidente de la Casa Blanca.
El resultado final de todo este entuerto político-legal o más bien legal-político se presenta enormemente incierto ya que la experiencia permite pensar que Trump no tiene intención de rendirse fácilmente y su anuncio de que piensa impugnar los resultados de varios estados y llegar hasta el Tribunal Supremo no es una bravuconada más del presidente sino una amenaza real. De hecho, ya ha pedido ayuda económica -tampoco es que la necesite- a sus simpatizantes para impugar los resultados y ha empezado a a actuar legalmente en estados como Michigan, donde ha pedido que se pare el recuento y en el estado clave de Wisconsin, donde ha pedido un nuevo recuento. Salvando las distancias, Estados Unidos ya vivió una situación parecida aunque mucho más restringida en el año 2000 en el estado de Florida, donde George W. Bush acabó ganando casi 50 días después de las elecciones los 29 votos que le hicieron presidente y una vez Al Gore tiró la toalla, fuertemente presionado por muchos de los suyos. Los demócratas no cometerán de nuevo aquel error 20 años después y veremos a partir de ahora como funcionan los resortes de Estados Unidos, que no se había encontrado en una situación tan enrevesada como esta tras una elección presidencial.
Una última consideración: los europeos, también los españoles y los catalanes, han de dejar de interpretar Estados Unidos con los ojos del viejo continente si quieren hacer una mínima aproximación a lo que ha sucedido en aquel país. Las prevenciones de muchos analistas durante la apasionante noche del martes y los apriorismos hacia el sistema de vida norteamericano solo hacen que contribuir a presentar como algo estrambótico por parte de la ciudadanía de aquel país el hecho de votar a un candidato tan estrafalario como Trump. Y explicar el estado de las cosas nunca es tan sencillo.