Está fuera de toda discusión, al menos para mí, que la expulsión del parlamentario Francesc Homs del Congreso de los Diputados ha sido un atropello. Y no ahora, en su fase ejecutiva, sino desde el inicio. Desde el mismo momento en que el Congreso autorizó el suplicatorio que le pedía el Tribunal Supremo, al ser preceptivo que las Cortes generales dieran su visto bueno para sentarle en el banquillo de los acusados por el proceso participativo del 9-N de 2014 en el que votaron más de 2,3 millones de personas. El Congreso no debía haberlo concedido ya que el procesamiento de Homs tenía un origen político, como todo el mundo sabe, fruto de la humillación que sufrió el Estado por la conferencia de prensa que ofrecieron aquella noche el entonces president Mas y la vicepresidenta Ortega y que fue atentamente seguida por los medios de comunicación internacionales.
El Congreso, protegiendo los derechos de uno de sus diputados hubiera tenido un gesto de grandeza, no de debilidad. De que poner urnas no puede ser denunciable por más torticeras discusiones alrededor de la Constitución que se quieran tener. No hubo prevaricación (como han dicho el TS y el TSJC) y tampoco hubo desobediencia, por más que los tribunales así lo hayan fallado: una gran cantidad de juristas discrepan de la sentencia. Y, además, el Congreso hubiera mandado un mensaje inequívoco al Gobierno español para que se sentara a negociar. Solo Podemos y sus confluencias lo entendieron así además del PDeCAT, Esquerra, Partido Nacionalista Vasco y Bildu. La mayoría unionista que adoptó desde el inicio la estrategia de la judicialización de la política no está dispuesta a variarla aun a sabiendas que ese camino deja muy poco margen al independentismo catalán.
En los últimos tiempos la política española se ha caracterizado por realizar movimientos con luces cortas y obviamente su mirada va muy poco más allá de la jugada siguiente. Cierto que tiene en su poder los instrumentos judiciales necesarios para actuar con fuerza y contundencia si así lo decide. Pero el estruendoso vacío que hicieron las élites empresariales y financieras catalanas en la conferencia que acaba de pronunciar Mariano Rajoy en Barcelona deberían hacer reflexionar al presidente del Gobierno. El primer representante de este colectivo en hablar, el president del Banc Sabadell, Josep Oliu, además de valorar positivamente el anuncio de inversiones consideró que no era suficiente y que solo con ese gesto no se resolverá la tensión existente. En este caso, las siempre escasas palabras de los banqueros en público son casi suficientes.