En la sociedad del olvido en que, lamentablemente, muchas veces parece instalado este país nuestro, las generaciones de más edad han ido olvidando la importancia de contar con personalidades como el expresident del Parlament y exconseller de la Generalitat, Joan Rigol Roig. Las nuevas generaciones, seguramente, desconocen incluso quién fue y qué hizo por Catalunya. De las muchas cosas que se pueden destacar de Rigol, fallecido este martes en Barcelona a la edad de 81 años, es que fue un gran muñidor de consensos, incluso en aquellos momentos en que su posición era extremadamente frágil y los apoyos con los que contaba se iban debilitando, Rigol volvía nuevamente a intentarlo. Por eso, seguramente, cautivaba también a sus adversarios, que le otorgaban siempre el beneficio de la duda, de una neutralidad que, en la vida pública, es muy difícil que se produzca.
Los que mejor le conocían han destacado estas últimas horas una frase que, ciertamente, formaba parte de su ideario democristiano, de formación humanista, catalanista y patriótica: "Una nación es un relevo generacional bien hecho". De su liderazgo salieron iniciativas como el Pacte Cultural, que firmarían en 1985 él mismo, como conseller de Cultura, y Raimon Obiols, como primer secretario del PSC. Un pacto que no le saldría gratis al recién nombrado conseller del gobierno de Jordi Pujol y que hoy sería impensable que un partido con mayoría absoluta —CiU había reventado las urnas con 72 diputados— alcanzara un acuerdo con el principal partido de la oposición, que contaba con 41. Entre ambos, 113 de los 135 parlamentarios y el 77% de los sufragios. Pero Rigol era así, insobornable a la hora de ampliar la catalanidad. Porque su compromiso con la cultura y la lengua no tenía límites aunque ello le acabara costando su cese unos meses después.
Cuando le conocí, en 1980, poniendo en marcha una Generalitat de Catalunya prácticamente inexistente, carente de competencias y con escasa autoridad, estaba al frente de la Conselleria de Treball. Catalunya era un auténtico vendaval de despidos, con la crisis industrial que costaría en aquellos primeros cinco años de la década de los ochenta, más del 20% de los 1,3 millones de empleos perdidos en España. Es decir, algo más de 263.000 puestos de trabajo. La tasa de paro había subido del 8,9% en 1979 al 22,8% en 1985. Rigol era un político en formación, pero sentó a su mesa a patronales y sindicatos, y su obsesión fue coordinar los esfuerzos de las administraciones para reducir en los parados y en sus familias el impacto de la crisis. No era extraña esta actitud, sobre todo viniendo de quien había sido cura de un barrio obrero —en la parroquia de Montserrat en el barrio del Guinardó en Barcelona— en la segunda mitad de los años sesenta y facilitador de las reuniones de los sindicatos y los partidos clandestinos de izquierda, en los locales de la iglesia. Rigol abandonaría el sacerdocio en la segunda mitad de la década, pero conservó siempre aquella mirada de "primero, las personas".
La catalanidad de Rigol era insobornable. Su compromiso con la cultura y la lengua no tenía límites aunque ello le acabara costando el cese
Con su tozudez por no dar ninguna batalla por perdida sacó adelante el Pacte Nacional pel Dret a Decidir, que se constituyó en 2013 y tuvo el aval de 800 entidades y de un amplio abanico de partidos desde Convergència i Unió, hasta la CUP pasando por Esquerra Republicana e Inciativa per Catalunya. En total, 87 escaños del Parlament, una mayoría absoluta más que sobrada. Aquel pacto nacional no fue nada fácil y cualquier otro habría tirado la toalla. Rigol sacó fuerzas y a buen seguro se acordó de su maestro en Unió, Miquel Coll i Alentorn, seguramente el único político de la Transición al que incluso sus compañeros de partido o el propio Jordi Pujol se dirigían a él llamándole "señor Coll". Solía decir Coll i Alentorn a los cuadros del partido en aquellas formaciones que antes se hacían: "Cuando os digan que no hay nada que hacer, poneros a trabajar, que quiere decir que todo está por hacer".
Era, ciertamente, una Catalunya donde la política tenía un peso importante en el liderazgo del país. También muchos políticos poseían una formación relevante y, evidentemente, una cultura y un conocimiento del país a años luz de lo que actualmente sucede. En aquellos años, hacer el ridículo por desconocimiento del país no estaba permitido. Era impensable que un cabeza de lista —como la de los comunes en Lleida, Elena Farré— llegara al esperpento de manifestar en una entrevista televisiva que no sabía cuántas comarcas tenía su circunscripción electoral, qué president de la Generalitat había entre 1934 y 1940 y confundir Lleida con Cervera como la universidad creada por Felipe V.
Cuando se habla de dignificar la política, Rigol es un buen ejemplo. Un día, siendo vicepresidente del Senado, le encontré en Madrid en una recepción a un mandatario extranjero. José María Aznar era el presidente del Gobierno y el catalán se había propuesto una reforma constitucional para transformar el Senado en la Cámara de las Autonomías. Aznar, recién llegado a la Moncloa, le había dado correa y Rigol creía que lo sacaría adelante. Obviamente, no saldría. Fracasada la operación fue, seguramente, la primera persona que me verbalizó el lerrouxismo rampante que veía venir procedente de la derecha española. Lo decía con preocupación y preveía días oscuros para Catalunya. Su diagnóstico fue certero. Lo comentamos en alguna otra ocasión y siempre acababa igual: "Cuando podamos, tendremos que hacer un esfuerzo para que la derecha vuelva a la normalidad". Descanse en paz.