Justo a la misma hora que el vicepresident Oriol Junqueras comparecía ante la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo pidiendo una revisión de la prisión provisional sin fianza ordenada por el juez Pablo Llarena, la cadena Ser divulgaba unas imágenes de Iñaki Urdangarin, la infanta Cristina y tres de sus hijos de vacaciones en Roma, saliendo de una conocida pizzería del Campo dei Fiori.
No es este el espacio para analizar la pena de seis años y tres meses de prisión impuestos por la Audiencia de Palma el pasado mes de febrero al cuñado del rey Felipe VI por sus contratos con los gobiernos de Balears y del País Valencià. Ni tampoco para recordar una sentencia que ya fue polémica en su momento.
Pero sí para destacar el escandaloso contraste que supone la libertad de Urdangarin, su capacidad de movimiento al no tener retirado el pasaporte y la lentitud del Tribunal Supremo para fijar la vista por el recurso presentado para evitar el ingreso en prisión. Y frente a ello, Junqueras, Forn y los Jordis en prisión provisional en Estremera y Soto del Real y el president Puigdemont y cuatro consellers exiliados en Bruselas ya que pesa sobre ellos una orden de detención en España.
En el caso de Urdangarin estamos hablando de un caso juzgado y fallado por la Audiencia de Palma. En el caso de los miembros del Govern disuelto por Rajoy, una muy polémica decisión primero de la Audiencia Nacional y después del Tribunal Supremo. Tan discutible que incluso una figura tan venerable en el ámbito de la judicatura, el magistrado emérito del TS José Antonio Martín Pallín ha declarado que las querellas están forzadas y que no se dan los delitos de rebelión, sedición y malversación.
Y que todo ello suceda mientras se delibera sobre la libertad o no de Junqueras por parte de la Sala Penal del TS no deja de ser una metáfora de lo que sucede y no debería suceder nunca en un Estado que se presenta ante el mundo con una clara separación de poderes.