La salida en tromba de la derecha política y mediática contra el acuerdo alcanzado en el Parlament de Catalunya para tirar adelante una nueva ley del catalán, que pueda llegar a encajar con la sentencia del Tribunal Superior de Justícia de Catalunya que establece cuotas del 25% en las escuelas catalanas, demuestra hasta qué punto la ofensiva para desarmar la lengua propia de Catalunya es una concienzuda campaña pensada, desarrollada y trabajada desde Madrid. El Parlament, con una mayoría cercana al 80% y que incluye a PSC, Esquerra, Junts y En Comú Podem, ha hecho un encaje de bolillos en un texto interpretable por unos y por otros de diferente manera. Solo el tiempo permitirá saber si se ha puesto simplemente un esparadrapo en una herida mucho más profunda o, por el contrario, se ha detenido la invasión judicial en los programas educativos de Catalunya.
Obviamente, con la nueva ley el catalán está peor que antes, pero eso ya se sabía desde que el TSJC impuso que un 25% de la educación fuera en castellano. Algo que, por otra parte, es una falacia, ya que en muchos, muchísimos centros de enseñanza, la educación en catalán no alcanza el 75% de las clases lectivas. La fórmula encontrada de definir el catalán como lengua de uso vehicular y el castellano como lengua de uso curricular es un mínimo común denominador entre los cuatro partidos firmantes. Y aquí, la satisfacción o insatisfacción va por barrios sin que, por ejemplo, sectores de Junts no sigan manteniendo un punto de incomodidad. Son quizás los de Puigdemont los que más gesticulan entre pasillos, aunque la opción de quedarse fuera del consenso era para todos ellos peor.
De alguna manera, en un tema tan sensible como el catalán en la escuela, el consenso político ha sido el de las grandes ocasiones y cuando eso se produce es normal que alguien pueda no sentirse satisfecho al 100%. La única alternativa a este acuerdo eran dos opciones que ninguno de los partidos independentistas se ha atrevido a activar: llevar el acuerdo hacia adelante con una mayoría parlamentaria inferior, o sea, prescindir del PSC, o plantear una acción de desobediencia permanente con un final previsiblemente conocido que comportaría inhabilitaciones y haría de difícil protección el colectivo de profesores y responsables de centros escolares. Aún así, tampoco aseguraba que, en la práctica, se hubiera podido realizar un acto masivo de oposición al TSJC que hubiera invertido la situación, ya que la sentencia del 25% está en fase de aplicación inmediata por instrucción de los tribunales.
Aun así, las renuncias que se hayan podido hacer para sacar adelante el consenso político, han evidenciado los dos mundos, en este tema y tantos otros, entre Catalunya y Madrid. La reacción furibunda desde la capital española al acuerdo y las mentiras que se han ido propagando no son más que el reflejo de que en esta materia no van a dar su brazo a torcer y que las transacciones políticas no van a bastar para desactivar la campaña permanente existente contra el catalán.
Habrá que ver también si la justicia acepta la modificación aprobada en el Parlament o es insuficiente ya que, por extraño que parezca al común de los mortales, el uso del catalán en las escuelas no se decide en los programas escolares como en cualquier país civilizado sino en los tribunales. Es una anomalía que a todo el mundo fuera de Catalunya le parece lo más normal del mundo cuando no deja de ser una intromisión que solo puede suceder en España, donde el poder político ha perdido poder y el poder judicial lo ha ganado.