La decisión de las autoridades de México de excluir a Felipe VI del acto formal de toma de posesión de la presidenta electa del país azteca, Claudia Sheinbaum Pardo, el próximo 1 de octubre, y, en consecuencia, no enviarle invitación alguna, ha provocado una crisis diplomática entre ambos países que ha llevado aparejada la ausencia de cualquier representante español en el acto. El motivo alegado es bien sencillo y se remonta a la carta que envió al monarca español el presidente mexicano saliente, Andrés Manuel López Obrador, en 2019, exigiéndole una disculpa pública de España por el pasado colonial y los abusos cometidos durante la conquista de América. Ya sabemos que a España le cuesta mucho reconocer sus errores históricos, pero lo cierto es que se están acelerando los encontronazos con los gobiernos de aquel continente, especialmente con los de ideología más izquierdista.

Aún está muy presente en toda Sudamérica lo que sucedió en 2022, en la toma de posesión del presidente colombiano Gustavo Petro. Felipe VI permaneció sentado ante el paso de la urna con la espada de Simón Bolívar en la ceremonia, actitud que fue considerada por muchos países como irreverente e hiriente para con sus símbolos. Básicamente, por Bolivia, Ecuador, Panamá, Venezuela, Colombia y Perú, que consideran la espada del libertador un símbolo de hermandad anticolonial. No es el único caso, ya que antes se había producido el de la carta enviada por el presidente Obrador. Ha habido otros ejemplos, como cuando en 2021 el presidente nicaragüense Daniel Ortega cargó contra el colonialismo español y tachó a los reyes de España de ladrones y asesinos.

Aquellos tiempos en que Juan Carlos I, en tono autoritario, reprendía a Hugo Chávez, en la cumbre iberoamericana celebrada en 2007, con aquel famoso "¿Por qué no te callas?", han pasado a la historia

Ha habido otros incidentes con los presidentes de Perú y de Chile, también con declaraciones de ambos subidas de tono que no hacen, sino alimentar la idea de que hay un retroceso importante en lo que es el peso y la influencia de la monarquía española —también, por extensión, del Gobierno— en aquella zona en la que existen tantos intereses económicos además de una relación que a nivel institucional se va resquebrajando. En el fondo, el problema tiene mucho que ver con el reconocimiento de que la historia colonial que España ha mantenido viva dista mucho de ser real y, por mucho que le cueste, tendrá que reconocer errores históricos y seguir el camino de Australia, que pidió perdón a los aborígenes en 2008 por las injusticias cometidas durante dos siglos, o Canadá, que también hizo lo propio por haber arrebatado a la fuerza niños de los pueblos indígenas para ingresarlos en internados, donde sufrieron abusos. Podríamos citar más países como Dinamarca —respecto a los inuits o esquimales de Groenlandia— y Suecia —con los samis o lapones— o Italia —por el trato colonial a Libia— y Holanda —por su pasado esclavista—. Pero ese paso, España se resiste a darlo.

Aquellos tiempos en que Juan Carlos I, en tono autoritario, reprendía a Hugo Chávez, en la cumbre iberoamericana celebrada en 2007, con aquel famoso "¿Por qué no te callas?", han pasado a la historia. Fue una reacción inapropiada, pero también reflejo de un compadreo que hoy ya no existe y de una autoridad y de un falso paternalismo desde la antigua metrópoli que ha desaparecido. Hoy, todo es muy diferente y como España no se dé cuenta, su peso pasará de poco a nada en América Latina y ello acabará teniendo consecuencias para numerosas inversiones que allí se han ido realizando. De hecho, en cada elección que se celebra, las empresas no hacen más que rezar para que no se acabe generando un nuevo estropicio en sus cuentas de explotación. Solo en Argentina y con la grave crisis entre los presidentes Sánchez y Milei se juegan nada menos que 18.000 millones.

Una política realista e inteligente pasaría por seguir el camino iniciado por otros países con un pasado colonial y generar unas relaciones diferentes antes de que el estallido sea general y se haya envenenado todo tanto que el arreglo sea imposible.