Por quinta vez consecutiva en lo que llevamos de año, la pinza formada por el PSOE, PP y Vox ha conseguido rechazar que el Congreso de los Diputados investigue la corrupción de la monarquía española y el papel del rey emérito. Ni tan siquiera la escandalosa regularización con Hacienda de las tarjetas black ha conseguido que los tres partidos monárquicos dieran su brazo a torcer. Por en medio, es probable que algunos socialistas se hayan sonrojado ante el cierre de filas que se ha producido para evitar abrir el melón ante la concatenación de escándalos que atenaza la monarquía española. La primera iniciativa presentada llevaba el sello de ERC, JxCat, la CUP, EH Bildu, BNG, Más País y Compromís para averiguar "las presuntas irregularidades cometidas por miembros de la Casa Real y las influencias políticas, diplomáticas y comerciales con Arabia Saudí". La segunda llevaba el sello de Unidas Podemos y se centraba en el uso de las tarjetas opacas por parte de Juan Carlos I. La mayoría PSOE, PP y Vox, tumbó las dos iniciativas parlamentarias.
El hecho de que Podemos haya decidido desmarcarse del PSOE en esta cuestión crea, sin duda, una situación cuando menos curiosa en el seno del gobierno de coalición. Tanto es así que el ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, ha avisado a los morados que si se toca la monarquía, puede caer todo, en referencia al sistema del 78. Es la primera vez que un miembro del gobierno español habla tan claro sobre la situación en la que se encuentra la monarquía española y los riesgos de que el régimen se pueda llegar a derrumbar. De hecho, es bastante evidente que de la misma manera que hay un movimiento militar de cuestionamiento del gobierno legítimamente investido por las Cortes generales, utilizando la vía epistolar con Felipe VI, en el lado contrario la voces críticas con la familia real española y sobre todo con Juan Carlos I cada vez son más abundantes.
Esta situación está provocando que se estén produciendo movimientos de cierre del sistema democrático español, que no hacen otra cosa que evidenciar el pulso que se está produciendo en los diferentes centros de poder del Estado. Lo veíamos el lunes en la insólita decisión del Tribunal Supremo ordenando la repetición del juicio a Arnaldo Otegi, una vez el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo lo había anulado y se observa este martes en que el pleno de Tribunal Constitucional ha resuelto por mayoría (6-5) que quemar una bandera y las injurias que juzgaba no son un acto que se pueda encuadrar dentro de la libertad de expresión sino que su tipificación penal es la de un ultraje. La decisión del TC, resuelta por un único voto de diferencia, no deja de ser sorprendente ya que la justicia europea, a través del Tribunal Europeo de Derechos Humanos ya falló en marzo de 2018 que este hecho era un acto de libertad de expresión y, en consecuencia, condenó a España a devolver 2.700 euros que fueron exigidos a los demandados y a abonar 9.000 euros más para cubrir las costas derivadas de los procesos judiciales.
Ninguna de estas dos iniciativas judiciales son fruto de la casualidad sino de un deseo de poner patas arriba muchas de las cosas que hasta el momento habían, incluso, transitado por vericuetos bien diferentes. La división en el Constitucional es un aviso y la recuperación de delitos que parecían formar parte del pasado otro para mayor jolgorio y regocijo de la derecha. Los cambios van demasiado deprisa. Hacia atrás, claro.