Aunque no ha sido ninguna sorpresa, no deja de ser llamativo el miedo que produce en la clase política, en el profesorado y en los sindicatos ir a lo que, en mi opinión, es la principal causa del informe PISA dado a conocer el pasado martes y que ha situado a Catalunya en la cola de España en comprensión lectora, matemáticas y ciencias. Es cierto que hay un problema de infrafinanciación económica, como también es verdad que la inmigración ha crecido de manera importante en los últimos cinco años. Hay una peligrosa pobreza infantil y también hay barracones que de tantos años que hace que están ya forman parte de los centros escolares. Hay sobresaturación en muchas aulas y un exceso de abandono escolar. También hay una desmoralización en el profesorado, que, en la ola de opinión social existente de que lo más importante no era educar, ha perdido autoridad y, lo que es más importante, su vocación ha sido tan vapuleada que aquella ilusión inicial ha caído en la desesperanza.
Todo esto es verdad y lo saben desde la conselleria a los diversos sectores implicados en la educación de nuestros hijos o en muchos casos ya nietos. Pero mucho me temo que, poniendo todas estas cosas en las diferentes vitrinas del escaparate, lo único que hacemos es colocar más y más filtros para no tener que abordar de frente el mayúsculo problema que tenemos. A la consellera Anna Simó, que solo lleva desde el mes de junio al frente del Departament d'Educació no se le puede hacer responsable del problema. Es obvio que, al margen de la valoración que se tenga de sus primeros meses en el cargo, ella sí que ha heredado una situación calamitosa. Dicho eso, que muchas veces se olvida, los dos últimos consellers de Educació fueron de su partido, que ha dirigido desde 2018 el departamento, igual que anteriormente lo dirigieron desde el 2010 Convergència i Unió y el PDeCAT y, anteriormente, entre 2003 y 2010, consellers del PSC y de Esquerra Republicana.
Cada uno tiene su parte de responsabilidad en el pasado, pero la renuncia a la excelencia, la priorización del currículum, el retroceso de horas lectivas en materias troncales de conocimiento y un cierto desistimiento de las administraciones para formar alumnos preparados forman parte del corazón del problema. Sin embargo, las energías que a todo ello se tenían que dedicar han estado mucho más centradas en inventarse un falso conflicto entre pública y concertada y a tratar de poner en jaque un modelo educativo singular de Catalunya y que no había dado al país precisamente un mal resultado. Claro que aquí se ha hecho política con la educación, no hay que ser un gran experto para darse cuenta. Solo hace falta escuchar a los perjudicados para saber exactamente qué ha pasado.
Tiene que volver a haber un aliciente por aprender, devolver la autoridad a los profesores, una exigencia para poder pasar de curso y un inequívoco objetivo por formar y educar
De la misma manera que la consellera Simó no es responsable de la situación actual, sí que tendrá responsabilidad en las medidas que se acaben adoptando a partir de ahora. En este sentido, las diez medidas anunciadas el lunes en rueda de prensa distan mucho de ser la respuesta que el país necesita ante la emergencia actual. Es comprensible cuando dice que no hay que improvisar, pero se equivoca cuando señala que no se pueden dar golpes de volante. Nada más lejos de la realidad: cuando se va directo al precipicio, justamente lo que hay que dar es un golpe de volante. Este martes, el Consell Escolar ha aprobado el informe que pide a la conselleria que prohíba el uso del móvil en la educación primaria, que se restrinja en la ESO y se permita en el bachillerato y la FP. Otras comunidades autónomas hace diez años que ya adoptaron medidas restrictivas con el móvil, incluso superiores a las que ahora se plantean en Catalunya. Italia estableció por ley su prohibición en 2007 y otros países lo han ido adoptando en esta década. ¿Por qué aquí hemos esperado tanto?
Es necesario llegar a consensos básicos, claro que sí. Pero consensos que no sean cosméticos y que mejoren la preparación y la formación de nuestros alumnos. Que vuelva a haber un aliciente por aprender, devolver la autoridad a los profesores, una exigencia para poder pasar de curso y un inequívoco objetivo por formar y educar. Si no, el consenso solo hará que llevarnos aún más abajo de lo que ya estamos.