Las inauditas declaraciones de Gabriel Rufián contra el president Carles Puigdemont, al que ha tratado literalmente de "tarado" por proclamar la independencia de Catalunya en 2017, son de una gravedad enorme. Y lo son por muchos motivos: primero porque Carles Puigdemont se encuentra exiliado en Bélgica, país en el que tuvo que fijar su residencia y desde el que se defiende legalmente contra la persecución de la justicia española, que no ha dejado de presentar euroórdenes de detención y de extradición. En segundo lugar, porque aunque el insulto tenía como destinatario, y sobre eso no cabe duda alguna, al president Puigdemont, en su afán de exagerada notoriedad ha disparado contra todos los actores independentistas. Obviamente, contra Junts, pero también contra Esquerra y la CUP. No en balde los tres partidos proclamaron la independencia en el Parlament. Porque, en última instancia, fue la cámara catalana, como fiel reflejo de la soberanía popular, la instancia que hizo la declaración de independencia.
Una declaración de independencia que contó con la aquiescencia y el empuje de las dos entidades soberanistas, Òmnium Cultural y la Assemblea Nacional Catalana, cuyos presidentes en aquel momento cumplieron prisión entre 2017 y 2021 y solo abandonaron la cárcel con un indulto, parcial y revisable, concedido por el gobierno español a todos los presos políticos encarcelados hará este mes de junio, la víspera de Sant Joan, un año. Son muchos independentistas los que se han sentido ofendidos directamente ya en aquella revuelta popular participaron cientos de miles de personas, hasta dos millones que votaron en el referéndum de independencia. Por ello no sorprende que también se consideren tratados de "tarados".
No recuerdo un precedente de un ataque de esta naturaleza en la política catalana entre aliados que comparten un Govern y entre socios que llevaron hacia adelante un proyecto de la envergadura de intentar la independencia de Catalunya. Por ello la ofensa es más grave y la protección que puede haber recibido en estas horas de aquellos que no han hecho una tajante condena menos comprensible. Quizás se le pueda parecer, aunque de lejos, el caso del socialista Raimon Martínez Fraile, delegado de la Generalitat en Madrid en 2007, que fue cesado inmediatamente por el president José Montilla después de que señalara, tras unas declaraciones del president Pasqual Maragall sobre el Estatut, que sus palabras no se podían entender "a menos de que no se encuentre en una situación no muy adecuada física y psicológica" para agregar que "una persona que dice estas cosas quiere decir que está un poco enfermo". Montilla le cesó inmediatamente y eso fue seis meses antes de que se supiera que Maragall padecía Alzheimer.
Las declaraciones de Rufián van a dejar poso en las relaciones entre Esquerra y Junts y no porque sean muy desafortunadas, como él ha dicho finalmente tras la desautorización del president Aragonès. Es que son ofensivas y es preocupante que no recogiera el guante que le ofreció el entrevistador, Ricard Ustrell, para que rectificara en directo. Como que no es el primer incendio que Rufián provoca últimamente, habrá que creer poco en las casualidades. La ácida crítica a Jaume Asens por viajar mucho a Waterloo forman parte del mismo estilo político. El mundo de Twitter y el mundo de la política pueden ser compatibles pero no son idénticos. En el primero se puede incluir la exageración y el improperio. Pero el segundo tiene que estar alejado del escarnio y del oprobio. Y tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe.