"No le vamos a perdonar nunca". La frase no es mía sino de una persona significativa del Madrid aún perplejo y desbordado por la osadía del president Carles Puigdemont haciendo recular por segunda vez al Estado en su deseo de detenerlo en el extranjero y extraditarlo a España. Porque lo que ha sucedido este lunes en Copenhague es el compendio de muchas cosas en una y que no es otra que el fracaso clamoroso del gobierno español, bravucón en sus amenazas durante todo el fin de semana y, finalmente, rendido a la impotencia ante los hechos.
Vale la pena rebobinar 36 horas hasta situarnos en la mañana del domingo. La Fiscalía General del Estado hace público un comunicado advirtiendo a Puigdemont que una vez constate que ha abandonado Bruselas y ha llegado a Copenhague procederá a solicitar al Tribunal Supremo que dicte una euroorden para que sea detenido. Es obvio que la Fiscalía pretende tenerlo recluido en Bélgica, un mal menor después de que la primera euroorden fuera retirada el pasado 5 de diciembre una vez se conoció que el Tribunal Supremo iba a perder la partida. También es evidente que Puigdemont no se resiste a esta situación de una cierta privación de movimientos y quiere implicar a través de la justicia a otros países europeos. Así, cuando surge la opción de viajar a Dinamarca la acepta y la Fiscalía actúa amenazando con la euroorden pensando que Puigdemont no se moverá. Al president seguro que le surgen dudas en las horas previas pero se fía de su instinto y se desplaza a la capital de Dinamarca.
Estupor en Madrid, irritación en la Moncloa, perplejidad en Barcelona, enfado en la prensa que llega a los quioscos, en tertulias de radio y televisión —por cierto, algún día habrá que volver a la memorable película estrenada este fin de semana, Los archivos del Pentágono, y no solo por la extraordinaria actuación de Meryl Streep en el papel de Katherine Graham, la primera editora del Washington Post, sino por la frase con que se cierra el film: "la prensa tiene que estar al servicio de los gobernados y no de los gobernantes"—. Y, finalmente, la caída del castillo de naipes en que se basaba la amenaza a Puigdemont. Empezando por el juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena que no aceptó la petición del ministerio fiscal y en un auto de siete páginas viene a decir que no se emite la orden porque el acusado busca ser detenido. Y que, en todo caso, lo hará en otro momento en que el orden constitucional y el normal funcionamiento parlamentario (darle supuestamente ventaja en la investidura) no puedan resultar afectados por su emisión. Realmente, no parece muy alejado de una consideración política más que judicial la tesis contraria a la que el Estado español ha venido defendiendo.
En cualquier caso, uno, a la vista de lo que ha sucedido en Bélgica y Dinamarca, no puede menos que preguntarse si España es un estado de derecho homologable a otros países de la UE. No es que Bruselas sea una excepción para delitos que no se sustentan como el de rebelión, sino que el segundo ha sido Copenhague y en la agenda internacional de Puigdemont hay nuevos estados. ¿Hasta cuándo podrá España mantener esta anomalía? ¿Por qué no se dice a los ciudadanos la verdad?
El president candidato a la reelección ha ganado una batalla importante que deja desarbolada a la justicia española en Europa. Sería razonable que de una manera inmediata se dictara la libertad provisional de Oriol Junqueras, Joaquim Forn, Jordi Sánchez y Jordi Cuixart a la vista de lo que acabamos de ver en Dinamarca. Sería lo justo.