Las severas palabras del president Carles Puigdemont contra el rey Felipe VI después de su desacertado discurso del pasado 3 de octubre, en el que acusaba al independentismo de fracturar y de dividir a la sociedad catalana, han provocado una distancia sideral entre la jefatura del Estado y las instituciones catalanas. Las legítimas, como Govern y Parlament, disueltas inopinadamente por el 155, y las que aún siguen en funcionamiento, básicamente los ayuntamientos y las diputaciones.
El Rey erró en aquel discurso, interpretó mal su papel constitucional y fue arrastrado o se dejó arrastrar por el Gobierno. Uno de los responsables de aquel fiasco, Jorge Moragas, abandonará precipitadamente Madrid en los próximos días después de dejar su cargo en la Moncloa.
Puigdemont ha invitado al Rey desde Bruselas a rectificar en el discurso de Navidad que pronunciará en la noche de este domingo. La máxima de que el Rey reina pero no gobierna quedó hecha trizas aquel 3 de octubre en que solo satisfizo a las fuerzas inmovilistas. Avaló al Gobierno y cruzó una línea roja, aquella que lo sitúa por encima del Ejecutivo y le otorga un papel arbitral.
Aunque no se atisban gestos en la política española que permitan vislumbrar indicios de cambio, el reloj de la nueva legislatura catalana ha arrancado. La mayoría independentista en el Parlament persiste y el Govern se materializará en semanas. El no darse por enterados del resultado del 21-D simplemente porque no les ha gustado satisfará mucho a los hooligans, pero no es la solución a nada.
Puigdemont espera un gesto, pero la realidad es que, desde Madrid, que se haya hecho público, nadie lo ha felicitado. Y tampoco lo ha llamado. Lo primero es prescindible, pero sin lo segundo, una operación retorno del president al estilo de la protagonizada en 1977 por Tarradellas es imposible. Veremos si alguien tiene el coraje de decir en público lo que solo se atreve, por ahora, a esbozar en privado.