Andan los diputados y dirigentes de Podemos tratando de discernir aún el grado de responsabilidad de cada una de las partes implicadas en el atropello jurídico que ha sufrido su diputado Alberto Rodríguez, a quien la presidenta del Congreso, la socialista Meritxell Batet, ha puesto directamente de patitas en la calle plegándose a los designios del todopoderoso Manuel Marchena. El problema no es que haya cedido Batet, ni tan siquiera el PSOE, ni tampoco esta izquierda edulcorada que defiende con más contundencia al emérito y sus tropelías que el fin de la represión en Catalunya. El verdadero problema que nos afecta a todos es que la democracia, en el sentido más puro de la palabra, ha perdido. Y por la puerta de atrás se están sentando unas bases muy peligrosas para la inhabilitación exprés de cualquier dirigente político.
Si algo enseñó el juicio del procés es que se pueden llegar a retorcer tanto las leyes que se llega a conseguir el objetivo perseguido. El deep state lo intentó, lo probó y le salió bien entre aplausos de muchos y silencios cómplices de unos pocos. Entre estos últimos estaban los de la formación morada, capeando la situación entre el vendaval independentista y su oportunidad histórica de entrar en un gobierno español. Nunca nadie a la izquierda del PSOE había conseguido un sillón en el Consejo de Ministros y el pastel era lo suficientemente goloso para que por el camino hacia la Moncloa los independentistas catalanes se quedaran más solos que la una. Todo, al grito de "cuando tengamos ministros podremos revertir muchas situaciones".
¡Qué ingenuidad no pensar que ellos podrían ser los siguientes! El primero ha sido Alberto Rodríguez pero hay suficientes causas abiertas en diferentes instancias judiciales para sospechar que no será el último caso. Lo difícil siempre es hacerlo por primera vez, después el camino ya está trillado. Las facilidades dadas por Meritxell Batet al Supremo han enfurecido a Podemos, que se ha querellado contra la presidenta del Congreso, y se han unido a la crítica también algunos diputados socialistas.
Que Batet no ha querido líos es evidente, que le ha hecho el trabajo sucio a Sánchez, una hipótesis; y cómo ha llegado a influir su sobrevenida proximidad a la judicatura, algo que aún nadie ha explicado. Porque, que nadie se engañe, si Batet hubiera querido, Alberto Rodríguez seguiría siendo diputado y ya veríamos si el Supremo hubiera podido o querido ir más allá con Europa mirando con estupor los pasos del Alto tribunal español. Y aquí, el caso del president Carles Puigdemont pesa y mucho.
Sea queriendo o no —con Pedro Sánchez jugando todas las cartas cualquier análisis categórico es imposible— a la legislatura española le ha salido algo más que un sarpullido. Es fácil ver en la coalición gobernante una fractura quien sabe si irreversible. A este conflicto se une otro no menor entre la vicepresidenta primera, la socialista Nadia Calviño, y la vicepresidenta segunda, Yolanda Díaz, sobre la reforma laboral de Unidas Podemos. El choque entre ambas ha obligado a Pedro Sánchez a intervenir desde Bruselas, mediando en beneficio de Calviño e importándole poco que Díaz sea la ministra de Trabajo.
El pulso entre el PSOE y Podemos empieza a ponerse interesante y quién sabe si el gobierno de coalición que hace tiempo que está cogido con pinzas salta por los aires. La pinta de que puede llegar a suceder la tiene. Dependerá, al final, de las posaderas de cada uno.