Desde hace varios meses, de hecho, desde el mismo momento del acuerdo del pasado mayo para conformar el nuevo Govern en Catalunya, se viene hablando de la llamada mesa de diálogo, que nos tendríamos que acostumbrar a denominar de negociación. Así, al menos, conseguiríamos que no sea confundida, como pretende Pedro Sánchez, con unas charlas de café, unos ejercicios espirituales de reconciliación y unas sesiones donde el independentismo se fustigue y asuma sus errores.
Se ha discutido hasta la saciedad sobre si cabe esperar algún resultado que desencalle —o cuando menos encarrile— el conflicto político y nacional entre Catalunya y España; y, en menor medida, aunque no es menos importante, también sobre cuál debe ser el perfil de los miembros, al menos por parte catalana, que se sentarán a la mesa en la reunión prevista para la tercera semana de septiembre. Para que nadie se lleve a engaño, cabe recordar que fue el mismo gobierno Sánchez el que reconoció la existencia de un "conflicto sobre el futuro de Catalunya" en la llamada declaración de Pedralbes, que resultó de la única reunión de la mesa celebrada hasta la fecha, el 20 de diciembre de 2018.
El hecho de que haya un consenso bastante generalizado dentro del independentismo —que yo comparto del todo— de que, lamentablemente, la próxima cita no servirá para nada porque el Estado español no ve este foro como algo relevante y definitivo, sino como un trágala fruto del apoyo parlamentario de Esquerra Republicana a Pedro Sánchez, no debería ser excusa para que desde la parte catalana las cosas se hicieran lo mejor posible y respondieran a la mayor ambición política.
A estas alturas, por parte española al menos, las cartas ya están encima de la mesa: el conflicto catalán ha desaparecido de su agenda política. Lo avanzó el diario El País a principios del mes de agosto, lo han propagado este verano los ministros más importantes, en todos los medios de comunicación en los que han tenido oportunidad de hablar, y lo ha rematado, sin pudor alguno, Sánchez, este miércoles, en una conferencia en la Casa América de Madrid en la que avanzó sus prioridades para el curso político.
Allí, desgranó uno a uno sus objetivos del curso que ahora se inicia y Catalunya no existió. Se confirmó, por si había dudas, que el gobierno español da por cerrado, hasta nuevo aviso independentista, el contencioso catalán. Y se siente tan aliviado, una vez cree haber superado la embestida de las derechas por los indultos parciales a los presos políticos, que también ha aparcado la prometida reforma del Código Penal, que debía abordar la modificación de los delitos de sedición y de rebelión.
Por tanto, nadie debe llamarse a engaño sobre las intenciones de Sánchez: marear, marear y marear. Y que se hable de los temas propios de una agenda autonómica, como son, en estos momentos, la ampliación del aeropuerto del Prat y los posibles Juegos Olímpicos de invierno para la candidatura Barcelona-Pirineos, en la que parece que habría que encajar, además, las pistas de esquí de Aragón. Sería algo así como la versión de última generación del “titas, titas, titas” que acuñó, con gran acierto, Jordi Pujol, en un mitin electoral en 2002, al hablar de la histórica actitud de los gobiernos de España con Catalunya.
¿Qué debe hacer, entonces, el independentismo catalán en lo que se ha denominado el "mientras tanto" antes de un hipotético nuevo embate con el Estado español? En primer lugar, dejar una y otra vez meridianamente claro que cuenta con la mayoría política y social en Catalunya y exhibirla desacomplejadamente. En segundo lugar, demostrar con hechos que conserva sus ambiciones intactas y que la independencia de Catalunya es un objetivo político alcanzable, no únicamente un anhelo romántico.
En tercer lugar, exhibir que el movimiento está vivo, dispuesto a reanudar la marcha cuando se constate que la mesa de negociación no servirá para nada. Ajustarse a este guion sería la mejor manera de hacer evidente que lo que ha sucedido en Catalunya desde 2012 no es un soufflé, sino la expresión de una ciudadanía exigiendo su libertad nacional.
Si para el Estado la mesa de negociación es únicamente un paripé, para el independentismo debe ser la palanca que permita desenmascarar internacionalmente el inmovilismo de todas las estructuras españolas para que nada cambie. También su nula voluntad de aceptar la decisión democrática de la mayoría de los catalanes. El mismo inmovilismo que hace que no se preserve la inmunidad del president Carles Puigdemont y del resto de eurodiputados en el exilio, que se atropellaran los derechos de los presos políticos en el juicio del Tribunal Supremo y que se vulneren las últimas decisiones del Consejo de Europa. En definitiva, situar a España como lo que es: un estado poco homologable con las democracias europeas.
Este objetivo se podrá lograr, siendo el resultado final de la mesa un clamoroso fracaso anunciado, si las cosas se hacen bien, con ambición y con inteligencia. Solo así se podrá contrarrestar la exagerada y falsa campaña de Sánchez, regada con dinero público —que algunos medios internacionales ya han comprado— de que es el independentismo el que no quiere dialogar. ¡Pero si alguna cosa ha sido el independentismo desde siempre es el campeón mundial del diálogo! En el otro lado, nunca ha habido nadie dispuesto a negociar, haciendo realidad la máxima aquella de que España, en materia territorial, no negocia, siempre impone por la fuerza.
Teniendo clara la actitud, la agenda y los temas —amnistía, referéndum y autodeterminación— queda el importante asunto de los nombres. Y aquí es donde, por lo que estoy oyendo, —y lamento decirlo— se está abordando la cuestión sin estrategia, ambición ni generosidad. La mesa de negociación del conflicto entre Catalunya y España no puede ser una mesa más de las que mantienen los gobiernos español y catalán. Y que en estos momentos ya son, al menos, cuatro: la Comisión Bilateral Estado-Generalitat, la Comisión Bilateral de Infraestructuras, la Comisión Mixta de Asuntos Económicos y Fiscales y la Comisión Mixta de Transferencias Estado-Generalitat. ¿Qué sentido tiene, entonces, una quinta mesa idéntica a las otras cuatro existentes?
Hay que salir cuanto antes de la tupida maraña que ha tejido Pedro Sánchez y en la que los mismos interlocutores hablarán de todo en mesas diferentes. ¿No habíamos quedado que el Govern gestionaba el día a día de los catalanes, con los mimbres de la autonomía, y que los partidos independentistas y las entidades soberanistas se encargaban de la nueva hoja de ruta hacia la independencia? Pues hágase así.
No tiene que ser el Govern quien esté al otro lado de la mesa del presidente del gobierno español sino el conjunto del independentismo, encabezado por el president Pere Aragonès. Pero no tiene que estar nadie más del Govern.
No tiene que ser entonces el Govern quien esté en el otro lado de la mesa del presidente del gobierno español —obviamente, si no está Sánchez no se debe acudir a la reunión— sino el conjunto del independentismo, encabezado, eso sí, por la primera autoridad de Catalunya: el president Pere Aragonès. Pero no tiene que estar nadie más del Govern.
Si la delegación catalana se contempla con mirada amplia, sin exclusiones, y con la voluntad de imponer el mayor respeto posible al Estado español y, al mismo tiempo, despertar la mayor repercusión internacional, tendrían que estar los pesos pesados de Esquerra y de Junts. De la misma manera, ello garantizaría la desautonomización de la mesa, quebrando así el oportunismo de Sánchez y reconduciéndola hacia su único sentido posible: el de un foro político resolutivo —y de diálogo y negociación, claro está— sin limitación alguna. En el que además del atril público haya un espacio de discreción.
Al lado de Aragonès (quien además de president de la Generalitat es coordinador del partido) deberían sentarse Oriol Junqueras (presidente de ERC) y Marta Vilalta (secretaria general adjunta), al no poder estar Marta Rovira, exiliada en Ginebra. Por parte de Junts, serviría el mismo esquema ya que el president Carles Puigdemont está exiliado en Bruselas: Laura Borràs (presidenta del Parlament y candidata de Junts a la presidencia en las elecciones del 14-F), Jordi Sànchez (secretario general) y un tercer nombre (¿por qué no incorporar una personalidad de relieve que reúna unas características específicas?). En el caso de un nuevo integrante de los dos partidos, podrían ser los presidentes de los grupos parlamentarios en la Cámara catalana o otros dos de los presos políticos indultados.
Pero considero un error que la parte catalana quede encorsetada en una representación de ERC y Junts. Deberían estar la CUP, Òmnium Cultural y la ANC, con sus figuras de más relieve. ¿Alguien se imagina una delegación catalana compuesta por personalidades como las siguientes: Pere Aragonès, Laura Borràs, Oriol Junqueras, Jordi Sànchez, Dolors Sabater (la candidata de la CUP), Jordi Cuixart y Elisenda Paluzie? Sin duda, ello le rompería a España todos los esquemas.
Ya sé que se puede enviar una delegación de un perfil más bajo y, como se está pensando, que un nuevo estado mayor, con el Govern —como en 2017— establezca las líneas maestras de la negociación desde fuera. Pero la partida de la mesa de diálogo también se juega desde la visualización internacional de los actores presentes. De ahí la importancia de demostrar que en la negociación y el diálogo se pone toda la carne en el asador. Que ha sido una vez más España la que ha fallado y no ha querido negociar.