Después de casi dos años de exilio forzoso por la expansión imparable de sus casos de corrupción, Juan Carlos I ha regresado a España por el mismo lugar que la abandonó, Galicia. Será solo un largo fin de semana de regatas, encuentros sociales y una visita a Madrid, el lunes, para reunirse con su familia antes de retornar a los Emiratos Árabes Unidos. Pero será algo más que una visita de cuatro días: es el inicio de una operación de estado para blanquear al rey emérito y convertir en normal lo que hasta la fecha ha sido imposible, que pudiera visitar con cierta normalidad España. Tanto es así que para junio ya hay programado un nuevo viaje. El retorno del jefe del Estado entre 1975 y 2014 se produce por la puerta de atrás y supone un salto al vacío para una España desacreditada en muchas de sus instituciones, empezando por la monarquía.
El hecho de que el regreso se haya producido sin ningún tipo de explicaciones y que lo hayan preparado en comandita Zarzuela y Moncloa no deja de ser una burla para la gran mayoría de los ciudadanos. No abandonó España en 2020 para iniciar unas largas vacaciones, sino que huyó perseguido por una corrupción galopante que penetró como un huracán entre las cuatro paredes del palacio de la Zarzuela. En este tiempo hemos conocido situaciones impropias de un jefe de estado y hemos visto trabajar a una fiscalía para certificar que los delitos que había cometido estaban prescritos o bien gozaba de inmunidad en su condición de jefe del Estado. Ello le ha librado de un juicio, pero ha arrasado totalmente con su imagen pública. No regresa, por tanto, entre felicitaciones, más allá de los cuatro vecinos de turno que aplaudían su regreso. La realidad es mucho más cruel y de ahí el blindaje mediático que le acompañará y que ha sido cuidadosamente preparado.
Retorna cabizbajo y derrotado; también, humillado y desprestigiado. Sin hechuras del gobernante que fue y que era capaz de descolgar el teléfono con quien fuera y de reclamar la cosa más imposible, sino más bien como un anciano solitario que vive cansado y aburrido entre el lujo de Abu Dabi y siempre bien agasajado por las amistades de las monarquías allí reinantes. Preparémonos para cuatro días de una batería incesante de informaciones en prensa, radio y televisión que actuarán de manera generalizada como un amortiguador del reguero de corrupción que existe a su alrededor. En parte, ya se ha iniciado este jueves con su aterrizaje en Sanxenxo y su desplazamiento a la residencia de uno de sus íntimos amigos en la zona.
El rey emérito debe una explicación que no se va a producir. Pero la debe también su propio hijo y el resto de la familia real. No ha sido una corrupción individual sino que ha sido institucionalizada desde la jefatura del Estado. La monarquía no se ha hecho acreedora de su posición y, por tanto, es toda ella quien está a debate en la opinión pública. No ver así el problema en su conjunto es practicar la política del avestruz y no ser conscientes de que el problema de la institución monárquica no es tan solo Catalunya y el País Vasco. Es también Asturias o Baleares, donde protestas antes impensables también se han producido en los últimos tiempos. Y no porque la monarquía sea una institución anacrónica, sino porque es percibida como alejada de la ciudadanía y envuelta en casos de corrupción.
Quien haya pensado que todo eso se puede remontar con visitas periódicas del emérito, ya que lo peor ha pasado, está haciendo un análisis equivocado de la situación. Porque lejos de ayudar a su hijo hace que a ojos de la opinión pública el hijo pase también a ser responsable de muchas de las herencias del padre.