De poco le va a servir a Felipe VI venir a Catalunya si cada vez que lo hace se encierra en un palacio, toma distancia de las preocupaciones de los catalanes y no se esfuerza en enderezar el desaguisado que produjo con su discurso televisivo del 3 de octubre de 2017, 48 horas después de la celebración del referéndum de independencia y de la violencia extrema de la Guardia Civil y el Cuerpo Nacional de Policía contra miles de votantes. Casi dos años después de aquel movimiento en falso, la monarquía española obtiene una pésima valoración en Catalunya, no tiene interlocución alguna con el Govern y con las autoridades catalanas y un ejemplo es la ausencia de las tres interlocuciones principales —el president Quim Torra, el president del Parlament, Roger Torrent y la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau— en la cena oficial de este jueves en el MNAC.
En medio de un país conmocionado por la tragedia del fuego de La Ribera d'Ebre, y que ha dado una vez más muestras infinitas de la solidaridad de sus gentes ante el que ya es el incendio más virulento de los últimos diez años, Felipe VI mantuvo impertérrito su agenda de audiencias menores a lobbies unionistas. Qué inmenso error. Con lo fácil que hubiera sido desplazarse al sur del país y estar al lado de la gente que llora por lo que ha perdido y por el evidente destrozo que las llamas han causado a su entorno de vida y el daño que aún habrán de padecer durante los próximos días. Lo hizo el canciller alemán Gerhard Schröder, en 2002, cuando unas inundaciones en Sajonia le abrieron la posibilidad de darle la vuelta a las encuestas. Se puso unas botas de agua, se arremangó y, en un plis plas, le dio la vuelta a las encuestas dejando a Edmund Stoiber, que iba por delante, sin la soñada cancillería.
¿Será verdad que cuando uno no tiene que ganarse el cargo y recibir el apoyo popular acaba desconectando de la más mínima realidad? Cierto que nadie esperaba a Felipe VI y, por tanto, su ausencia no se ha notado, pero el monarca español hubiera desmontado más de un comentario si hubiera cambiado las reverencias del Albéniz y los besamanos del MNAC por compartir la tristeza y las lágrimas de una tierra calcinada. El problema, en el fondo, no es otro que el de una institución que en el siglo XXI se comporta con parámetros del siglo XIX, cuando las cosas pasaban a otra velocidad y nadie estaba tan pendiente del apoyo popular.
Hoy la política y el aval de la ciudadanía se gana en cada esquina y se pierde con cada error que se comete. No entenderlo, en todas y cada una de las circunstancias, es quedar al albur de un nuevo vendaval que arrase una institución maltrecha y con demasiadas fugas de agua en los últimos tiempos y que se mueve entre la ignorancia y el desapego de una parte muy importante, sin duda, mayoritaria, de la sociedad catalana.