Dos años ha durado exactamente la primera aventura laboral de Albert Rivera después de renunciar a la política, en el bufete de abogados Martínez-Echevarría, que le había contratado a bombo y platillo e incluso había pasado a denominarse Martínez-Echevarría & Rivera abogados. Los electores le habían abandonado unos días antes propinándole una tremenda bofetada en las elecciones de noviembre del 2019, en las que Ciudadanos pasó de 57 escaños a 9. Uno puede irse de los sitios de muchas maneras, pero no de todas las maneras si tu único capital no es tu capacidad profesional, ni tu prestigio, sino, en todo caso, tu agenda de contactos. Hacía tiempo que una persona pública no salía de su puesto de trabajo literalmente por la ventana, de una compañía con 250 abogados y entre acusaciones nada veladas de sus jefes o de sus compañeros de vago y de jeta. Se nota que Ciudadanos es un holograma más que un partido y que Rivera es un político desahuciado.
Porque, normalmente, estos desencuentros profesionales se solucionan con discreción y con una retirada pactada cuando no se consiguen los objetivos. En el caso de Rivera, desde la firma se ha señalado que su productividad estaba alcanzando niveles preocupantes y muy por debajo de cualquier estándar razonable, que el rendimiento era nulo y que su aportación fue ninguna. A sus 42 años, no es una buena hoja de servicios para volver a buscar trabajo, ya que su agenda está desfasada, su ambición ilimitada, si es realmente cierto que aspiraba a todas las competencias dentro del bufete, cerrará más de una puerta y el retorno a la política en plan salvador de la formación naranja no parece realmente posible.
No deja de ser curioso que el partido del odio, anticatalanista y que nació como el destructor de puentes de diálogo en la sociedad catalana se haya derrumbado como el castillo artificial que era. Fue útil mientras el PSOE zozobraba y Podemos le comía una parte del electorado. El PP no era suficiente para pararlos a los dos y Vox no existía. Eran tiempos de comedores privados en Madrid y de plantas altas en la Diagonal de Barcelona. De periodistas cómplices para acabar con la escuela catalana y de empresarios abanderando una Catalunya española. Eso pasaba en Barcelona no hace tantos años y Rivera paseaba por las televisiones españolas casi como si fuera el propietario. Pero este político, sin ideas y sin principios, no supo adivinar que su tiempo se había acabado y cavó su fosa en una serie de errores casi de principiante al creerse que realmente podría ser, con Ciudadanos, presidente del Gobierno. No tenía suficiente con ser partido bisagra: quería todo el pastel aunque por el camino tuviera que enredarlos a todos.
Es probable que en su breve trayectoria profesional haya querido aplicar la misma plantilla. Desconociendo que en la vida laboral tampoco valen las maniobras de tres al cuarto y que, por lo general, la gente tiene mucha más mili y llega con los trabajos hechos. Al final, en la vida pública hay un amateurismo que no se da en las grandes compañías, sean del sector que sean, mucho más profesionalizadas y con mucho dinero propio en juego. Tanto, que se pueden referir a Rivera como un vago, un calificativo que, en política, quizás ni sería tan peyorativo, ni tendría tantas consecuencias. De hecho, Mariano Rajoy llegó a la presidencia del Gobierno entre acusaciones de perezoso y de Pedro Sánchez también ha sido señalado como gandul. Pero uno se ha ido hacia su registro de la propiedad y el otro ya veremos qué hará cuando abandone la Moncloa y, quizás, qué consejo de administración le espera.
Pero ser ejecutivo es otra cosa y Rivera, sin galones para entrar en consejos de administración relevantes, ha tenido que trabajar a sus 40 años y el resultado a la vista está. Y en la web del despacho aún aparece como presidente ejecutivo de la compañía y dando conferencias sobre liderazgo. Los que se apuntaron a aquel máster deberían pedir que se les devolviera el dinero.