Las explosivas declaraciones del ministro ruso de Asuntos Exteriores, Serguéi Lavrov, hablando abiertamente de los riesgos de una guerra nuclear y señalando que el peligro de que pueda llegar a pasar es enorme, han dado este jueves un nuevo giro a la guerra en Ucrania y la invasión de las tropas rusas. Cuando estamos a tan solo unos pocos meses de cumplirse un año del inicio del conflicto bélico, se oscurece la opción de un desenlace rápido y el invierno, el temido invierno, empieza ya a despuntar en muchos países europeos. "Un conflicto con armas convencionales entre potencias nucleares podría degenerar en una guerra nuclear", ha remachado Lavrov. Todo ello sucede en un momento de repliegue de las tropas rusas que, aparentemente, pierden mes a mes posiciones en Ucrania después de un arranque del conflicto militar en que se las prometían muy felices.
Es obvio que el actual momento del conflicto bélico no es ni mucho menos el que se imaginaba Vladimir Putin cuando invadió Ucrania el pasado mes de febrero. El ejército ucraniano y la población civil han mermado de manera importante los efectos de la invasión y el apoyo militar que le han ofrecido diferentes países occidentales ha dado paso a una situación que muchos analistas no preveían. Estados Unidos, Gran Bretaña o Francia han dotado a Kyiv de material militar suficiente que no solo ha servido para defender las posiciones sino para contraatacar, confirmándose así una opinión muy generalizada de que el obsoleto y aunque numeroso material ruso ha sido tan efectista como ineficaz.
Si a todo eso se añade el coste político y social que está pagando Putin de una guerra que la población rusa no entiende y, además, está mayoritariamente en contra, de manera muy exagerada entre las capas más jóvenes, que acaban siendo el grueso de los movilizados para ir al frente, es natural que la administración rusa esté nerviosa y trate de endurecer el tono dialéctico. Desde el principio se ha dicho que Putin no podía perder esta guerra ya que el malestar social existente y el poder del ejército ante una humillación podría ser un peligroso cóctel para su continuidad en el Kremlin. A medida que la guerra se alarga, y ciertamente diez meses era un período impensable al principio del conflicto, todos los indicadores, los económicos también, no hacen sino enviar señales rojas a la comunidad internacional. Una derrota es algo que Putin no puede permitirse.
En este contexto, tampoco hay, al menos que se conozca, ninguna iniciativa diplomática que permita albergar una solución en este sentido. Estados Unidos, quizás el verdadero ganador del actual momento, no parece tener prisa por poner fin al conflicto, y los países europeos, sin duda los más perjudicados, no disponen de una agenda propia y tampoco de una única voz. Las reuniones del G-7 y del G-20, las cumbres de la OTAN, las reuniones de los jefes de Estado y de gobierno de la Unión Europea, el gobierno de la Comisión Europea no han avanzado en la dirección de abrir una esperanza al final de la guerra. Con el conflicto enquistado y sin solución diplomática, queda esperar y no responder a las amenazas. Como ya se vió en el proyectil que cayó en Polonia a mediados del pasado mes de noviembre, que primero se atribuyó a Rusia y después Ucrania reconoció que había sido un fallo de sus tropas, cualquier pequeño episodio puede provocar una situación descontrolada. Por unas horas, Polonia barajó la solicitud de la ayuda de la OTAN e invocar el artículo 4 del tratado.
Por suerte, no fue a más. Pero de seguir así, lo que sugiere el tono belicista de Lavrov puede acabar siendo un peligro muy grave para Occidente.