En política las cosas pueden cambiar a una velocidad de vértigo. Si hace alrededor de un mes, Pedro Sánchez se las prometía muy felices con la dimisión de Pablo Casado como presidente del Partido Popular y la consiguiente explosión interna en la formación de la gaviota después de la denuncia formulada contra Isabel Díaz Ayuso, e incluso se especulaba con un adelanto electoral del PSOE, ya que todos sus rivales electorales tenían problemas, cuatro semanas después el presidente del Gobierno es un político con tantas fugas de agua que solo un superviviente como él es capaz de achicarlas. La revuelta en la calle de numerosos sectores, desde los transportistas a los pequeños empresarios, desde los autónomos a los ciudadanos de a pie, desde la izquierda o el independentismo a la derecha, le están acorralando sin que consiga salir del bucle en el que se ha metido.
Hay riesgo de una explosión social, ya que el precio de la energía es insoportablemente alto para todos mientras el Gobierno no hace nada. Hay riesgo de desabastecimiento de productos alimentarios mientras los diferentes ministros afectados se esconden o simplemente ponen parches a un problema que no puede solventarse con ayudas de algunos céntimos de euro. Hay riesgo de cierre en cadena de empresas que no pueden hacer frente a unos costes que, en muchos casos, les están obligando a parar la producción o ralentizarla. No solo es un problema industrial, sino que las derivadas afectan incluso al sector de la construcción, que está aflojando el ritmo de una manera significativa. Y el Gobierno no responde. Y el problema ya no es político, sino que ha llegado a la gente con una inflación alta en la que el dinero le sirve para comprar menos cosas. Eso irrita a la gente mucho más de lo que un político puede imaginarse desde su despacho. La depreciación del dinero en estas circunstancias va muy deprisa.
Si a todo ello se suma el error de la carpeta del Sáhara Occidental y la sumisión con Marruecos en espera de una palmadita en la espalda del amigo americano, por no hablar de la invasión de Ucrania llevada a cabo por Rusia y que no tiene un final en el horizonte próximo, Pedro Sánchez tiene más frentes abiertos que nunca y es un presidente débil, con aliados que empiezan a oler que quizás su aureola de caballo ganador está completando su ciclo. Este miércoles, su socio de gobierno, Unidas Podemos, lo ha hecho evidente y su socio parlamentario más estable, Esquerra Republicana, también. En otro momento, Sánchez hubiera achicado agua del barco; ahora calla y promete respuestas dentro de muchos días a los camioneros, a los que piden que baje el precio de la energía o a los que le piden explicaciones por vender al Frente Polisario y saltarse las resoluciones de Naciones Unidas.
El pasado 23 de febrero, Madeleine Albright, exsecretaria de Estado con la administración Clinton y primera mujer en ocupar el cargo, fallecida hace unas pocas horas, publicaba un artículo en The New York Times que ha acabado siendo el último de los muchos que ha escrito. Hablaba del error de Putin con la invasión, el enorme daño que acabaría haciendo a Rusia y a su economía y relataba sus vivencias personales en el año 2000 sentada enfrente suyo en una pequeña mesa en el Kremlin. Putin es pequeño y pálido, tan frío que es casi un reptil, escribe Albright. Es un artículo impactante y de una visión geopolítica de muy alto nivel. Hay una frase que, aunque se refiere a Putin, tiene numerosos destinatarios: "Está seguro que los norteamericanos son iguales que él, tanto en su cinismo como en su deseo de poder, y que en un mundo donde todos mienten, él no tiene ninguna obligación de decir la verdad". Vivir en la mentira permanente te lleva a ello, por más que quien así hace política llega un día que ya no puede hacer más piruetas.