Estos últimos días de julio, las cosas han quedado claras cara al curso político que se iniciará en septiembre: Pedro Sánchez mueve ficha y atiende la hoja de ruta del independentismo catalán o se verá abocado a convocar elecciones y, previsiblemente, a devolver el poder al PP de Pablo Casado en un gobierno, esta vez sí, en coalición con Ciudadanos. En contra de su deseo, estas últimas fechas ha comprobado que la interlocución con el independentismo y sobre todo con uno de los actores, el PDeCAT, se ha alterado sustancialmente y encima de la mesa tan solo hay presos, exiliados y referéndum.
Esquerra Republicana y el PDeCAT tienen una minoría de bloqueo de la que están dispuestos a hacer uso. El president Quim Torra no solo llegó a la Moncloa con una botella de ratafía, sino con un guion inflexible de las cosas que interesaban al Govern a la vuelta del verano. El vicepresident Pere Aragonès hizo más de lo mismo en su encuentro con la vicepresidenta Carmen Calvo y la ministra de Hacienda, María Jesús Montero. El Gobierno, ufano porque se atendía la vieja reivindicación catalana de pasar a través del Fondo de Liquidez Autonómica los créditos a corto que vayan venciendo a largo plazo, comprobó in situ que la legislatura catalana no iba de eso. Esta semana, las conversaciones con ERC y el PDeCAT han rematado la situación: deberes para Sánchez en verano e inicio de solución o elecciones antes de las municipales.
A todo ello se le añade al PSOE la necesidad de presentar unos presupuestos generales del Estado que ya tendría que estar elaborando y para los que carece de apoyos. A menos que los dos gobiernos, el español y el catalán, aíslen la necesidad de presupuestos que tienen y se den un apoyo puntual en esta cuestión. Es una jugada peligrosa, que ninguna de las dos partes desea. En Catalunya, sobre todo, porque el aliado tendría que ser la CUP. Pero igual vemos más pronto que tarde al PSC ofrecerse para ello. Sánchez necesita resistir como sea e Iceta ya ha demostrado que sabe manejarse en cualquier salsa.