No deja de ser una nota del destino que Albert Rivera, el político que se reclama —sin mérito alguno, pero esto es otra cosa— heredero político de Adolfo Suárez, se haya dado de bruces un 15 de junio, una fecha emblemática entre los hitos del expresidente, ya que en 1977 ganó sus primeras elecciones con la extinta UCD. Si el 15-J llevó a Suárez al Olimpo de los escogidos al ganar las primeras elecciones frente a Fraga, Felipe y Carrillo, 42 años después Rivera iniciaba lo que ha sido su semana más horrible desde que está en política.
En tan solo siete días ha perdido apoyos en el extranjero, una vez Macron y los alemanes han comprobado de la pasta de la que estaba hecho; su principal fichaje, Manuel Valls, ha salido corriendo al constatar que no era más que una extensión de la derecha más dura y que no tenía ningún reparo a pactar con Vox; sus apoyos financieros, empresariales y mediáticos —¿qué se ha hecho de sus apariciones varias veces al día en los matinales de las televisiones privadas españolas?— se sienten cada vez más incómodos y una parte del núcleo fundador de Ciudadanos expresa cada vez mayor distancia con el líder naranja que ha anclado el partido en el trifachito.
El hombre que escogió como provocador cartel en las elecciones a la presidencia de la Generalitat de otoño de 2006 una imagen suya de cuerpo entero, desnudo tapándose los genitales, aparece ahora con una indumentaria impoluta pero desvestido, casi desnudo, con todas contradicciones de un partido que creía que con tan solo con la mentira podría hacer siempre política.
De la misma manera que Madrid desconoce en la mayoría de las ocasiones lo que sucede en Catalunya y carece de una aproximación real al problema, algo así le ha pasado con Albert Rivera: muy divertido cuando arrinconaba todos y cada uno de los símbolos catalanes pero incapaz de comportarse como el liberal que proclama ser. Casi trece años ha durado, pero las caretas ya han caído.