Cuentan en Madrid que, mientras Mariano Rajoy pasaba aquella tarde noche de la moción de censura en un restaurante cercano a la plaza de la Independencia, intentando olvidar durante más de ocho horas el desastre que se le venía encima, la exvicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría hacía una vez más lo que le ha sido más común durante los últimos años: traicionar a su jefe. Tantas veces lo había hecho que, seguramente, olvidó que a Rajoy se lo puede doblar en muchas cosas, pero nunca si de lo que se trata es de plantearle su dimisión como presidente del Gobierno. Un simple "apártate tú, que me pongo yo" al que Rajoy, obviamente, se resistió. En Catalunya suele interesar poco lo que sucede en la política de Madrid, pero la mejor manera de batir a tus adversarios siempre es conocerlos, y el caso de la exvicepresidenta, hoy desprovista de la corte de aduladores, también catalanes, es simplemente la historia de un descenso a los infiernos cuando más cerca creía tenerlo todo.
La gran muñidora del diálogo fake, que solo existió en los medios de comunicación que ella controlaba directamente o en los que había delegado en la todopoderosa María González Pico —fundamentalmente, los catalanes; un día habrá que hablar de la Pico— es junto a Albert Rivera la gran perdedora de la moción de censura. Y eso que SSS lo tenía todo muy bien organizado: Rajoy estaba al final de su carrera, que ella misma había precipitado, su interlocución con las empresas del Ibex-35 era magnífica, el partido estaba en un letargo profundo y Rivera enseñaba los dientes. Pero, al final, le han fallado vascos y catalanes. Justamente los dos espacios políticos que siempre ha despreciado, de los que nada ha comprendido y con los que ha pretendido tener únicamente una relación de sumisión.
SSS había armado un ejército de abogados del Estado para hacer la política del Gobierno. No había iniciativa política que no desmontara durante más de seis años detrás de una legión de pequeños enarcas, a imitación de la École Nationale d'Administration de París. Ellos mandaban y no había política posible. En estos años de duro pulso entre Madrid y Barcelona, en lo único en que se ha empleado a fondo ha sido en armar el bloque político del 155. Un día, a lo mejor, Miquel Iceta explicará algunas de las confidencias que se hacían en la Moncloa o quizás también en Barcelona, y que ahora han quedado súbitamente interrumpidas. Iceta es más listo que SSS y, aunque no sabe de leyes, sabe de política. Ha cruzado la travesía del desierto del PSC y ahora, aunque tiene demasiado plomo en las alas, confía en empezar a despegar; lo que, en su caso, no es otra cosa que empezar a robar votos a Ciudadanos.
Quizás por ello, desde el PSC se ha dado un único consejo a Pedro Sánchez: entrar lo mínimo posible al trapo con el PP y Cs en la cuestión catalana y hablar lo antes posible con el president Quim Torra. De esta primera cita —con presos y exiliados encima de la mesa— dependerá que el nuevo Gobierno español pueda ganar altura y llegar, al menos, hasta las municipales y las europeas.