El Diccionario de la Real Academia Española define "achicharrar" como un "verbo transitivo, usado también como pronominal, que equivale a freír, cocer, asar o tostar un alimento, hasta que tome sabor a quemado". Seguramente, no hay mejor verbo que este para definir lo que está haciendo el Tribunal Supremo con el Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, que empieza a desprender olor a carbonizado. No cabe entender otra cosa del auto del magistrado del Supremo, Ángel Hurtado, que instruye la causa contra el fiscal como investigado por revelación de secretos de Alberto González, la pareja de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso. El auto se ha hecho público este martes después de que García Ortiz negara haber filtrado el correo del abogado de González Amador, defendiera la elaboración de una nota de prensa con información “veraz” y justificara haber cambiado de móvil una semana después de que el Supremo abriera una causa contra él. El Supremo señala que es una evidencia que el fiscal general ha hecho desaparecer pruebas que podrían encontrarse en sus terminales móviles.

Desde que se supo que García Ortiz había borrado la aplicación de WhatsApp de su móvil en todos sus dispositivos y que la Unidad Central Operativa (UCO) de la Guardia Civil encontrara en él cero mensajes anteriores al 23 de octubre, una semana después de que el Supremo abriera una causa contra él y siete días antes de que la Guardia Civil  registrara su despacho, el fiscal ha venido sosteniendo que su teléfono móvil alberga datos sensibles  que pueden afectar a la seguridad del Estado. Además, aduce que hay muy pocas autoridades que puedan tener en su teléfono móvil tanta información. Y también esgrime el Fiscal General del Estado que lo borraba todo de una manera regular porque el dispositivo contiene información que corresponde a todos los fiscales de España, a todos los procedimientos en marcha, a todas las relaciones institucionales e internacionales, a persecuciones delictivas. En consecuencia, sostiene que no podía permitirse el lujo de abandonar, perder o que llegara a manos de terceros una terminal con la información que alberga.

Todo ello lo enmienda el magistrado Ángel Hurtado, quien después de una exposición razonada en la que asegura que el fiscal había dado varias explicaciones para justificar la desaparición de pruebas, con un cierto retintín le recuerda que, de haber mostrado algún grado de colaboración con el esclarecimiento de los hechos, bien podría haberlo comunicado antes de llevar a cabo tal desaparición de datos, y no aprovechar para realizarlo el 16 de octubre de 2024, cuando el Supremo se declara competente para conocer la causa. La frase es de tal contundencia que admite muy pocas interpretaciones: no colaboró cuando pudo, ergo la desaparición de pruebas puede ser importante. Algo que, por otro lado, al tratarse de un funcionario público del ámbito de la justicia ya sería de por sí materia delicada. Siendo un fiscal y no uno cualquiera, sino el Fiscal General del Estado, la situación es aún mucho más delicada porque era perfectamente consciente de las consecuencias que tendría y la fetidez que desprendería cuando se supiera que había borrado toda su correspondencia en sus terminales móviles.

El Gobierno arropa indisimuladamente a García Ortiz y ha puesto en marcha una campaña de desprestigio del Supremo

Decir a estas alturas que la situación del fiscal general es insostenible y que debería haber dimitido hace ya varios meses, es decir poco. Su figura hace ya tiempo que dejó de ser ejemplar para la justicia y la ciudadanía, siendo como es el principal responsable de perseguir el delito en función de su cargo. La lectura es aún más perversa cuando el Gobierno, lejos de censurarle su actuación, le arropa indisimuladamente y ha puesto en marcha una campaña de desprestigio del Supremo. No seré yo quien defienda la actuación del tribunal, ya que a la vista están muchas intervenciones suyas que han sido exageradas durante estos años y, sobre todo, a partir de 2017, cuando la justicia pasó a ser de hecho el Estado desplazando al Ejecutivo y al Legislativo como los otros dos poderes. Hay muchos casos que eso lo hacen evidente, pero solo por citar uno de los últimos, está el de la ley de Amnistía aprobada por el Congreso de los Diputados en junio de 2024 y que el Supremo ha tuneado de tal manera que la aplica en los casos que le parece bien y la deniega en los que no quiere aplicarla.

El caso del fiscal general no llega, ni de mucho, a ser de esta gravedad. Como decía con acierto el lunes pasado en este diario el letrado Gonzalo Boye, en un artículo de lectura obligada, la Fiscalía había dejado claro la pasada semana que la igualdad ante la ley no es más que una quimera y mientras persigue con saña a ciertos sectores políticos y jurídicos, no duda en aplicar un estándar de protección desmesurado cuando se trata de los suyos. Boye escribía: "En su cruzada contra quienes considera enemigos del Estado, la Fiscalía ha llegado a sostener que el contenido del teléfono de un abogado no tiene ninguna protección especial. Es decir, el secreto profesional, el derecho de defensa y el derecho a la inviolabilidad de las comunicaciones decaen ante la necesidad de investigar 'hechos graves'. Sin embargo, cuando el teléfono a analizar es el del fiscal general, el discurso cambia: entonces, la privacidad se convierte en un derecho fundamental de primer orden. La hipocresía no podría ser más evidente". Lo comparto absolutamente y solo falta añadir lo fácil que es para García Ortiz apropiarse de los resortes del Estado para protegerse en una causa que es tan solo individual.