Cuesta de creer, o no, lo que este miércoles ha filtrado el Tribunal Supremo a la agencia Europa Press, en su primera reacción al auto del Tribunal General de la Unión Europea (TGUE) del pasado viernes, que establecía que es el procedimiento de origen el que está suspendido y, en consecuencia, Carles Puigdemont, Toni Comín y Clara Ponsatí no pueden ser detenidos. Dice el Supremo cuatro cosas realmente sorprendentes: que si pisan territorio español, serán detenidos; que el texto hecho público es un extracto y que habrá que leer la resolución completa; que Pablo Llarena responderá tanto al TGUE como al equipo jurídico de los tres eurodiputados, sin prisa, cuando la haya leído, y, en una sorprendente advertencia, que el derecho español no está sometido al europeo.
Vamos, que aquel aviso del TGUE desde Luxemburgo a que no le hicieran un Polonia con la legislación europea ―el pasado mes de octubre el tribunal constitucional de aquel país estableció que la Unión Europea no tiene competencias para evaluar a la justicia polaca y su funcionamiento, lo que ha dado alas al gobierno a no someterse a la legislación comunitaria― ha servido, aparentemente, de bien poco cuando ha cruzado los Pirineos y ha llegado hasta Madrid. Veremos cómo pone negro sobre blanco el Supremo en la comunicación que redacte y envíe Llarena en esta carrera hacia el precipicio que hace tiempo que ha iniciado y hasta cuándo puede mantener el pulso de una situación que, evidentemente, traspasa la frontera de la justicia hasta aterrizar de pleno en las relaciones de la Comisión Europea con España.
Si el camino es una multa a España de un millón de euros por día por no implementar decisiones de la justicia europea, alguien tendrá que cargar con la sanción, mucho más allá de que el estado español quede alineado en el reducido pool de países donde la autarquía judicial y política supera el lindar del desacato para acercarse a lo que ya acontece en Turquía o la propia Polonia. Llama también la atención que en pleno siglo XXI la lectura de las sentencias en inglés por parte de los magistrados del Supremo no sea en tiempo real y tengan que pasar por un equipo de traductores, como si estuviéramos en los años cincuenta del siglo pasado. Alguien debería hacerles saber que así no se traslada a Bruselas la mejor imagen del Supremo y que el inglés dista mucho de ser, por ejemplo, el chino o el ruso, y cualquier empresa mediana tiene hoy al frente personas para las que el inglés es, a estos efectos, prácticamente el castellano. Quizás, así se entiende la posición con otras lenguas oficiales como el catalán si uno acaba pensando que con el castellano solo se llega hasta el fin del mundo.
En cualquier caso, será interesante ver si esta filtración es simplemente un globo sonda o es la posición final. Porque el Supremo, más allá de esta actitud, aparentemente decidida, de confrontación con la justicia europea no lo tiene fácil. Mantenerse en este carril de desacato de las instancias europeas tiene un doble coste judicial y político. El primero, la alta magistratura española, Constitucional, Supremo y Consejo General del Poder Judicial, hace tiempo que lo tienen asumido. ¿Pero y el ridículo político? La palanca de los fondos europeos, quizás acabe obrando milagros. No se puede ser un socio a tiempo parcial de Europa y, además, a Bruselas no le interesa que se expanda la idea de que cada uno de los países puede hacer lo que quiera con su legislación.
También es comprensible que para Llarena rectificar no es fácil, ya que se le desmonta toda la arquitectura jurídica que ha construido. Pero, a veces, a la hora de elegir entre lo malo y lo peor es mejor decantarse por la primera opción.