Entramos en la semana Tarradellas, me decía en un whatsap el domingo por la noche la persona que mejor lo conocía y que más le trató, el periodista Albert Arbós. Y acompañaba el mensaje con una foto del presidente sonriente a bordo del avión que le trasladaba de Madrid a Barcelona el 23 de octubre de 1977, hace justamente cuarenta años. Tenía motivos Tarradellas para estar satisfecho aquel día: había doblado la voluntad del Estado, que adaptaba las leyes a la realidad política del momento, y volvía del exilio como president de la Generalitat. Con pocas competencias, ciertamente. Pero con la legitimidad de enlazar con la historia y con la dignidad de quien en su residencia de Saint-Martin-le-Beau sufrió, lucho y ganó. Poca broma.
Muchas tonterías se han dicho y se dirán sobre Josep Tarradellas y vale la pena recordar que casi ninguno de los que las han formulado ni conocieron, ni trataron, al president. Sobre todo, no le conocieron ni en el exilio, duro, como el de casi todos los que lo padecieron, que es donde forjó su carácter y donde preparó y pensó durante décadas la estrategia, ni durante la negociación que se produjo para su retorno a Catalunya. De los periodistas de aquella época, que seguimos intensamente aquellos meses entre las elecciones del 15 de junio de 1977 y el día de su llegada a Barcelona, quedamos pocos en activo. Y, realmente, lo que se explica interesadamente de aquel Tarradellas tiene poco que ver con la realidad. Se tiende a confundir con otro mucho más conocido que es el Tarradellas que gobernó la Generalitat hasta 1980 y el que residió en la Vía Agusta de Barcelona, hasta su fallecimiento en 1988.
Y, como sucede la mayoría de las veces en la historia, los que más lo reivindican ahora son justamente los que más hicieron lo posible para impedir que volviera del exilio y recuperara su rango y cargo de president. Basta leer el acta de la reunión de la autodenominada asamblea de cargos electos —diputados y senadores— reunida el 25 de junio de 1977 y a la que asistieron 62 de los 63 parlamentarios posibles y reunida en la sala que hoy es el Parlament de Catalunya para comprobar que el diputado de Alianza Popular —que en 1989 cambió de marca en lo que es hoy el PP— fue el único que se opuso al retorno de Tarradellas como president de la Generalitat. El diputado López Rodó expresaba allí la opinión de Fraga. Había una diferencia entre la imberbe UCD dispuesta a abrir incluso las puertas más difíciles y la auténtica derecha, Alianza Popular, que tenía el control de los ministerios y que era contraria a cualquier concesión al catalanismo.
Casi cuatro décadas estuvo Tarradellas en el exilio y 40 años ha durado aquel pacto. En España todo va de cuarenta en cuarenta años y quizás por ello los acuerdos son casi imposibles. Tarradellas volvió con un Ja soc aquí, que quería decir muchas cosas pero que era fundamentalmente el triunfo del catalanismo político. No era el éxito de toda Catalunya ya que una minoría no quería que regresara, le quería en el exilio, entre ellos, mucha gente importante, que fueron los primeros en entender el signo de la historia. Un presidente del gobierno español nos dijo el sábado Ya estoy aquí y se proclamó president de la Generalitat en base al artículo 155 de la Constitución, entre los aplausos de PSOE y Ciudadanos. El 131 president de la Generalitat a partir del sábado, una vez se hayan reunido el Senado y, de nuevo, el gobierno español. Mientras, Puigdemont, con menos tiempo que Tarradellas, perfila su estrategia entre las advertencias de unos, las amenazas de otros, el apoyo de los suyos y el vértigo. Algo innato cuando se han de adoptar decisiones que serán trascendentes para la historia.