Tarragona debió renunciar a organizar los Juegos Mediterráneos si no estaba preparada, porque el daño causado a la imagen de la ciudad empieza a ser importante y el cúmulo de desastres organizativos de todo tipo inabarcable en un texto como este. Lo cierto es que ni con el año de más para su materialización ―los Juegos estaban previstos para junio de 2017―, la comisión organizadora del evento no ha sido capaz de superar primero el partidismo en un acontecimiento deportivo internacional y después la mera logística de una celebración con varias subsedes.
La presencia permanente de gradas vacías, himnos de países que no suenan y han de ser interpretados por las delegaciones presentes, autoridades que llegan con retraso a la entrega de medallas, un conductor de un coche oficial que atropella a un niño de cinco años ―el pronóstico es grave― y sale huyendo, la huelga de los árbitros de lucha porque no se les han pagado dietas... y podríamos seguir. Sin embargo, no es necesario. El fiasco es tan evidente y tan dañino para el país que hay que esperar que cuando finalicen los Juegos se adopten las medidas pertinentes y se exijan responsabilidades a todos aquellos que han tapado su incompetencia detrás de la bandera española.
Porque los Juegos Mediterráneos en Tarragona iban de eso: un plató semivacío repleto de banderas españolas en la ceremonia de inauguración en el estadio cortando de raíz cualquier presencia que pudiera desvanecer la imagen de una Catalunya inexistente.
Tanto esfuerzo en lograrlo, llegando al extremo de trapichear con las entradas en función de la ideología del receptor, ha bordeado el ridículo. Quizás no lo reconozcan e incluso interesadamente se esconda. Pero es un mal negocio vincular Tarragona y fracaso. Y durante mucho tiempo será así.