La decisión del Tribunal Constitucional aceptando el recurso del Partido Popular y dictando medidas cautelarísimas sobre la reforma del Poder Judicial y la renovación exprés que afectaba a dicho organismo supone el mayor desafío institucional entre poderes en España desde el golpe de estado de 1981 protagonizado por un grupo de militares. El TC no se ha andado con remilgos y ha dado la razón en todo a la derecha y la ultraderecha española, consagrando una situación insólita en las Cortes, como es la suspensión de un debate parlamentario en medio de su celebración. Así, la reforma del Código Penal salió aprobada del Congreso a finales de la pasada semana y este jueves tenía que ser ratificada por el Senado, algo que, en principio, no sucederá después del revolcón propiciado por el Constitucional al gobierno de Pedro Sánchez.
Sirve de más bien poco que los catalanes recordemos que ello ya sucedió en Catalunya, en 2017, en varias ocasiones, al hilo del referéndum y de la declaración de independencia. También que invoquemos la tropelía del Constitucional no respetando la soberanía popular de una Cámara legislativa. De aquellos polvos, estos lodos. Las aguas turbias de aquella intromisión bajo la bandera de la unidad de España iba a tener consecuencias y a la vista está que ha sido así. Como pasa siempre, la solución ahora es mucho más difícil, ya que el camino andado tanto por el Constitucional como por el Supremo ha servido de preparación para el salto que ahora se ha producido. El clima creado hace cinco años ha quitado algunos complejos y es obvio que el atrevimiento, y el apoyo absoluto, que no se olvide, de la derecha pero también de la izquierda de entonces, ha dado alas más que suficientes para el salto al abismo que ahora se ha llevado a cabo.
El problema es ¿cómo se corrige un Tribunal Constitucional descarriado, que adopta decisiones por mayoría simple, con dos miembros recusados por tener el mandato caducado y cuando ellos mismos votan en contra de su recusación? Se ha planteado desde Unidas Podemos una parálisis de la solicitud y recabar de Europa un pronunciamiento. El TC no ha hecho caso alguno, pero reafirma la idea, muy asentada en Catalunya, de que se está produciendo una situación en muchos órganos sentenciadores, no solo en los tribunales, que obliga a encontrar en Bruselas una respuesta de equidad y de justicia que no se produce en ningún caso en Madrid. Todo ello mientras aumenta el descrédito de España en el extranjero y sin que ello parezca preocupar lo más mínimo a los que utilizan espuriamente banderas y conceptos para esconder las tropelías que se están cometiendo.
Es obvio que el Estado español se adentra en un camino desconocido, con una confrontación sin precedentes entre el legislativo y el ejecutivo, por un lado, y el judicial y el Tribunal Constitucional por el otro. La admisión en el TC del recurso del PP por seis magistrados —dos de ellos con el mandato caducado— a cinco refleja el nivel de polarización del Estado y la irresponsable creación de un clima guerracivilista. Se ha visto también que los medios de la derecha son muy superiores y que era cierto que este gobierno no controlaba desde hace mucho tiempo los resortes del poder. El Catalangate, por citar un último ejemplo, fue un caso claro de ello. O el bloqueo de todos los poderes del Estado para permitir una investigación del rey emérito o, algo más simple, crear una comisión de investigación en el Congreso de los Diputados. O el pulso de la ley del solo sí es sí con la reducción de penas y la interpretación de los tribunales.