Para la generación que vivió la dimisión de Richard Nixon en agosto de 1974 por el escándalo del Watergate, su humillante salida de la Casa Blanca después de que confirmara que el Senado de Estados Unidos le iba a destituir si no dejaba inmediatamente el cargo, parecía que no iba a haber nunca una salida más vergonzosa de un presidente de aquel país. Han tenido que transcurrir más de 46 años para que otro presidente, en este caso no a través de una dimisión sino mediante un proceso electoral, abandonara con un deshonor aún mayor, bastante mayor, el cargo de presidente de Estados Unidos. Donald Trump ya es pasado y desde hace unas pocas horas ha dejado de ser un peligro ya que todos los poderes que le confería su condición han sido transferidos a Joe Biden, que ya es oficialmente el 46 presidente.
Muy pocas veces se produce en la historia de un país la necesidad de un cambio hasta importar mucho más el que se va que el que llega. Esta exigencia, que ya se expresó en la votación del pasado 3 de noviembre, se ha acrecentado hasta extremos indescriptibles en las últimas semanas cuando se ha hecho más evidente que nunca la ruindad de Donald Trump, llevando el país a una división al borde de la colisión civil y arrastrando la imagen de EE.UU. después del asalto de sus simpatizantes al Capitolio. Su último número circense de negarse a realizar una transmisión de poderes al nuevo presidente, un incidente que se ha producido por primera vez en la historia, evidencia, además de la megalomanía del personaje que, si depende de él, aún no ha escrito la última ralla de su biografía. Su marcha, como todos los presidentes por la puerta de atrás de la Casa Blanca, donde le esperaba el helicóptero presidencial, ha sido una metáfora de su situación real: solo, sin discurso de despedida y sin ningún medio norteamericano interesado en lo que quería decir sino tan solo preocupados en captar la instantánea del adiós.
Porque este va a ser el futuro de Trump: el vacío más absoluto del sistema, de la clase política y de la empresarial y, seguramente, una serie de batallas legales sobre sus responsabilidades políticas de los últimos tiempos muy centradas en los graves incidentes del Capitolio. Nixon obtuvo el indulto completo e incondicional de su sustituto Gerald Ford a las pocas horas de dejar el cargo. Algo que, obviamente, no sucederá con Trump y que le dejará al albur de la decisión de los jueces. Y que muy bien puede acabar comportándole su entrada en prisión, algo a lo que tendrá que dedicarse a fondo la legión de abogados que tiene el imperio empresarial del ya ex presidente.
La llegada de Joe Biden es, por tanto, desde muchos aspectos una esperanza. En primer lugar, de la distensión de una sociedad confrontada, algo que llevará tiempo. También, de que la voluntad de los ciudadanos expresada en las urnas el pasado 3 de noviembre se haya podido llevar a buen fin. Biden tiene por delante muchas carpetas que van más allá de desactivar todos los incendios que había prendido su antecesor. Empezando por la recuperación de un país que precisará un esfuerzo complementario al de otros inicios de mandatos presidenciales en la agenda de política interior, muy centrada en la crisis sanitaria y económica. Empezando por convencer a sus compatriotas de que hay que cambiar como un calcetín la política de lucha contra el coronavirus de la anterior administración, que ya ha dejado más de 400.000 muertos, y de que hay que ayudar económicamente a los norteamericanos que más lo necesitan. De ahí su plan de estímulos de 1,9 billones de dólares para los que han perdido el empleo por la Covid-19 y para familias con pocos ingresos.
Pero en política, ya se sabe, la esperanza es lo primero que se diluye si no hay resultados.