"Encajamos las penas de prisión que nos esperan como una denuncia de la situación que vive la democracia en el Estado español y como un grito a favor de la libertad de nuestro pueblo". Con esta frase acaba el comunicado que ha hecho público el Govern de Carles Puigdemont desde Bruselas, horas antes de que todos los miembros del Ejecutivo catalán, empezando por su president, hayan sido citados como investigados por la Audiencia Nacional por los delitos de sedición, rebelión y malversación, que comportan penas de hasta 30 años de cárcel. La democracia española vivirá este jueves una situación insólita e impensable en cualquier otro país de nuestro entorno. La reiterada y constante negativa a abordar como un conflicto político las mayoritarias demandas de Catalunya no se dilucidará en una mesa de negociación, sino en los tribunales.
No es un momento cualquiera de las relaciones entre Catalunya y España. Ni va a ser una herida que restañe en el corto plazo. Ni en el medio plazo. Se trata de una herida profunda que se pretende solventar con el uso de la fuerza —el artículo 155, la represión del 1 de octubre y la actuación de la Fiscalía hay que entenderlos así—; lo que no se ha logrado nunca en las urnas. Revertir la historia de Catalunya en 55 días con la anulación de la autonomía, la coacción a funcionarios y medios de comunicación públicos y la violación de derechos individuales básicos como los de información, comunicación entre particulares, y ya veremos si no se incorporan a esta lista el de manifestación y la ilegalización de partidos políticos o programas electorales.
La gravedad de este tiempo presente no permite a nadie esconderse detrás de la equidistancia y obliga necesariamente a tomar partido. Estamos simple y llanamente ante un atropello de derechos políticos e individuales con una cierta apariencia de Estado de derecho. La manera como han sido citados los miembros del Govern —a lo largo de este miércoles fueron recibiendo la citación para el jueves—, su indefensión jurídica, ya que sus abogados han dispuesto solo de horas para preparar una mínima defensa, la millonaria fianza de más de seis millones, para la que se les han concedido tres días, son ejemplos suficientemente elocuentes de trámites administrativos absolutamente excepcionales.
No es extraño que en estas circunstancias el Govern haya decidido protegerse con la única arma que tiene a su alcance: la denuncia internacional de la situación. De ahí el hecho de que Puigdemont y cuatro consellers —Toni Comín, Meritxell Borràs, Clara Ponsatí y Meritxell Serret— no se presenten este jueves en la Audiencia Nacional y esperen que se tramite a las autoridades belgas una demanda de extradición que durará semanas; según algunas fuentes, al menos dos meses. Un tiempo precioso y que se incardina con las elecciones del 21 de diciembre que ha convocado en Catalunya Mariano Rajoy a partir de las competencias plenipotenciarias que le ha otorgado el Senado con el apoyo del PSOE y de Ciudadanos.
A partir de las 9 de este jueves se va a escribir un capítulo importante de la historia de Catalunya. En el último siglo, diez de los doce presidents de la Generalitat han sufrido en algún momento de su vida prisión, exilio o una condena política por parte de los tribunales. Desde Prat de la Riba en 1902, cuando era director de La Veu de Catalunya. Solo Pasqual Maragall y José Montilla quedan fuera de esta lista. El Gobierno español ha planteado este juicio como la entrada de unos delincuentes en prisión y la prensa, la radio y la televisión hace días que hacen mofa de todo ello, buscando quebrar la dignidad del Govern de Catalunya. Sin saber que eso no se decide ni en un titular, ni en un plató de televisión. No es tan fácil. Lo decidieron las urnas.