A estas alturas, ya nadie puede poner en duda que el president Carles Puigdemont domina como pocos la escena mediática y que posee una gran habilidad para cambiar el relato y sortear situaciones ciertamente difíciles. A los que le critican gratuitamente, lo mejor que podrían hacer sería repasar los resultados de las elecciones del pasado 21 de diciembre y analizar cómo fue capaz de improvisar una candidatura en unas pocas semanas, situarse al frente de ella cuando hace pocos meses no contaba ni con presentarse y emerger como la figura imprescindible de esta nueva etapa política en Catalunya. Claro que lo tiene difícil para ser el president que ocupe el Palau de la Generalitat los próximos cuatro años. Pero el lunes, el president del Parlament comunicará a la opinión pública que la mayoría de la Cámara ha propuesto su candidatura y, en consecuencia, le pedirá que se presente a la sesión de investidura. Algo que Madrid ha tratado de evitar a toda costa sin conseguirlo.
El Estado tendrá que arremangarse para evitarlo en algún momento del proceso parlamentario que se abrirá: al inicio, en medio o al final. Entre otras cosas, porque la Mesa de la Cámara acabará validando en el pleno que se celebre al efecto su participación bien sea por persona interpuesta, utilizando las nuevas tecnologías, o mediante una tercera fórmula que se pueda estar estudiando. Cuando Roger Torrent anuncie la candidatura de Puigdemont, este no estará en Bruselas, la ciudad en que se ha refugiado después de la aprobación del 155 y la entrada en prisión del Govern dictada por la justicia española. El president abandonará unas horas Bélgica para desplazarse a Copenhague donde pronunciará una conferencia en la Universidad y celebrará un encuentro en el Folketing, el parlamento unicameral de Dinamarca.
El movimiento de Puigdemont está muy calculado: después de que España tuviera que retirar la euroorden en Bélgica ante el temor a un fracaso internacional, no parece que vaya a cursar ahora una nueva en Dinamarca ya que se arriesga a un resultado similar. El president quiere medir la reacción del Estado, implacable en España, timorato en Europa. De paso, establece una especie de corredor europeo de seguridad entre Bélgica y Dinamarca que le facilita la movilidad en el continente de la que ha carecido hasta la fecha; puede defender la causa catalana en el mundo y reencontrarse con los diputados daneses, que han jugado un papel de apoyo internacional en los últimos meses a Catalunya y que incluso enviaron una carta al Gobierno español instándole a negociar.
Un último apunte, Puigdemont es hoy un actor de la política internacional que se mueve entre el insulto de los medios de Madrid y la expectativa que despiertan sus movimientos en los medios internacionales. Se ha visto este viernes cuando ha anunciado su voluntad de dirigir Catalunya desde Bélgica y su desplazamiento a Copenhague. La reacción ha sido inmediata. No es extraño que Madrid esté desesperada ante un político capaz de trazar escenarios diferentes en cada momento y de abrir carpetas y plantearles problemas en el momento que menos se esperan. Y mientras unos se revuelven entre indignados e irritados, Puigdemont coge rumbo al Parlamento de Dinamarca. ¡Caramba!