La visita a Barcelona del jefe del Estado, encapsulado en medio de excepcionales medidas de seguridad, no es otra cosa que un fiel reflejo de lo que desde Madrid no se quiere ver: hay una ruptura en toda la regla y la ciudadanía catalana, una parte mayoritaria de ella, se ha alejado de España, ha roto amarras con un Estado que ha hecho de la represión su principal bandera. El viaje relámpago de Felipe VI a una Catalunya sin president, el tercero consecutivo inhabilitado por el Estado español (Mas, Puigdemont y Torra), remarca la excepcionalidad de la situación del momento. Como la acentúa, igualmente, la ausencia de las máximas autoridades catalanas en el acto, convenientemente sustituidos por teloneros de segundo nivel, todos ellos militantes del PSC. Fue un viaje fugaz, pensado para la televisión y de consumo interno. De poner en valor en los discursos la unidad de España y de protestas en la calle, algo ya habitual cada vez que e4l monarca se desplaza a Catalunya.
El importante despliegue policial en Barcelona, con una alteración del tráfico durante horas en los alrededores de la estació de França, daba cuenta de que iba a pasar alguna cosa y uno constata, casi sin darse cuenta, el inmenso error de aquel 3 de octubre en que el Rey se saltó su papel constitucional y se lanzó a hacer política, olvidando que la historia de la monarquía española está repleta de acciones zafias que le han costado más de un disgusto. No hay contacto, no hay paseo, no hay baños de masas, no se guardan ninguno de los protocolos de antaño, que han sido sustituidos por un clamoroso vacío institucional solo roto por el presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, recién llegado de Madrid. El Rey habla en un momento dado de imagen de unidad, es lo único que se salva de un discurso inexpresivo y para salir del paso, que hoy ya nadie recordará. No es que las cosas pasen muy deprisa, es que el viaje ha sido una foto opportunity, con la única intención de resaltar que Catalunya es España.
De la incomodidad de Felipe VI, al que se le prohibió hace unas semanas viajar a Barcelona a un acto especialmente significativo para él como la entrega de despachos a una nueva promoción de jueces, dio cuenta la frialdad con que recibió a Sánchez, al que no llegó a saludar ni con el mero formulismo de la mano en el pecho que ha incorporado el coronavirus. Algo muy serio debe estar pasando entre la Zarzuela y la Moncloa que hasta cuesta guardar las formas en un acto público que evidenciaba la tensión, que se retransmitía por televisión y que tenía el otro foco informativo en el estado de alarma que después de mucha polémica ha decretado en la Comunidad de Madrid el gobierno español. La frase de que las cosas se pueden hacer mejor dicha por el Rey no tenía un destinatario directo pero dando por supuesto que no se la decía a él mismo cabe pensar que Sánchez podía ser el destinatario.
Por cierto, si dejamos de lado la irresponsabilidad de Isabel Díaz Ayuso con la salud de los madrileños y el enorme peligro de tener una persona así al frente de la Comunidad, tiene algo de justicia poética el decreto de estado de alarma para Madrid. Aunque tarde, la majadería de que el virus no entiende de territorios, repetido una y otra vez para desacreditar la petición de la Generalitat de que se confinara con urgencia a la capital española el pasado mes de marzo, ha caído como fruta madura. Y es que uno puede ganar la batalla del relato con enormes campañas de publicidad pero al final el falso castillo de naipes se cae por su propio peso.