El hecho de que la ley de amnistía se haya aplicado hasta a fecha a 110 personas, de las que 51 son policías, pone al descubierto cuál es la estrategia de la justicia española: aprovechar la norma legislativa aprobada el pasado 31 de mayo por el Congreso de los Diputados para crear un corredor de exoneración de culpas a todos los miembros de los cuerpos de seguridad del Estado y litigar o, al menos, levantar todos los pleitos que hagan falta —aquí o en Europa— para retrasar al máximo la aplicación de la ley para todos aquellos para los que se promovió la medida y que son, fundamentalmente, personas del mundo independentista, bien sean manifestantes o políticos.
Aunque cabía esperar, por lo que hemos ido viendo estos años, que los tribunales de justicia —sobre todo el Tribunal Superior de Justícia de Catalunya (TSJC), la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo— esquivaran la ley de amnistía, parecía impensable que se pudiera entablar un pleito de la dimensión actual, en que la desobediencia está a la orden del día. Es evidente que todo se plantea con base jurídica, como es el caso de la malversación que afecta, entre otros, al president en el exilio Carles Puigdemont. Pero no nos engañemos, todos sabemos que solo es una argucia para desafiar al legislativo, incumpliendo el espíritu y la letra de la ley. Así se han elevado al Tribunal Constitucional hasta dieciséis recursos de inconstitucionalidad, entre ellos el del Tribunal Supremo. Pero también el del Partido Popular y hasta doce comunidades autónomas. Todo ello hasta convertirse en la ley contra la que más recursos se han presentado.
Este trámite no es baladí, ya que la respuesta del TC al Supremo se espera que se demore entre seis meses y un año. Vendrán después el resto de recursos de las autonomías y los recursos de amparo. Vendrán después los recursos de Puigdemont, Junqueras y el resto de líderes del procés que aún no han podido presentarlos porque sus casos aún se encuentran empantanados en el Tribunal Supremo. ¿Cuánto tiempo tardará todo ello? Nadie se atreve a aventurar un calendario preciso, pero será bastante tiempo y todo ello solo tiene un único objetivo: seguir manteniendo la política catalana sometida al arbitrio de la judicatura, impidiendo a los líderes independentistas que puedan realizar una actividad política normal.
Francamente, se puede ir predicando que la política catalana ha entrado en una fase de normalidad. Pero por mucho que se diga, por mucho que se propague, resulta que no es verdad. Hay una apariencia de normalidad, porque muchas cosas se producen con la naturalidad de los países de nuestro entorno. Pero ninguno de ellos tiene un desafío como aquí, donde las leyes son pisoteadas por quienes tendrían que aplicarlas en aras a una salvaguarda de una patria imaginaria, donde parece que el poder político es cualquier cosa menos uno de los pilares del estado. Y lo más lamentable de todo ello es que por una u otra razón se da por buena esta situación. Empezando por el gobierno español y el PSOE, que arguye que ellos ya hicieron su trabajo y que ahora ya no es cosa suya.
Y así, la única normalidad es el pasillo por el que se amnistía a los agentes de la policía española y los independentistas se desangran en infinitos e inacabables procesos judiciales.