No debe haber una manera más evidente de explicar la soledad del juez Joaquín Aguirre en su inventiva sobre la supuesta trama rusa de apoyo al independentismo catalán que la manera como el magistrado de la Audiencia Nacional Manuel García-Castellón ha despachado el asunto del titular del juzgado número 1 de Barcelona. No hay indicios de la injerencia rusa, solo hay opiniones. La cosa tiene su miga si no fuera porque estamos hablando de un juez que tiene en sus manos decisiones importantes y que una y otra vez recibe correctivos a su actuación de la Audiencia de Barcelona o de la Fiscalía Anticorrupción y que transforma los autos que dicta en una interminable novela de ficción, donde nada se ajusta a la realidad. Las fechas no se corresponden y los hechos aún menos. Todo tendría una importancia relativa si no fuera porque quien lo hace es un juez y que, además, su objetivo último es poder acusar al president en el exilio Carles Puigdemont y al president Artur Mas, entre otros, de alta traición.

García-Castellón, a las demandas de Aguirre, que le reclamaba una investigación realizada por la Comisaría General de Información de la policía española, le ha notificado una resolución que dictó en julio de 2020 en la cual cerraba una investigación sobre "un supuesto ciberataque ideado y perpetrado por personas afines al movimiento independentista catalán y miembros de agencias de la Federación Rusa" por falta de indicios y donde asegura que "solo hay opiniones". No es el magistrado de la Audiencia Nacional un juez bien visto por el independentismo, ni mucho menos. De hecho, varios investigados en el caso Tsunami Democràtic le acusan de liderar una investigación general contra el independentismo catalán de forma irregular, como una exploración continuada desde hace siete años, iniciada en el 2017 y con piezas desgajadas.

El único objetivo que tiene el juez Aguirre es impedir que se puedan acoger a la ley de amnistía basándose en el nuevo delito de alta traición

De hecho, el juez de la Audiencia Nacional mantiene abierta desde octubre de 2019 la causa por Tsunami Democràtic, y el noviembre pasado resolvió que hay indicios del delito de terrorismo para 12 personas, entre ellas Carles Puigdemont, de quien el Tribunal Supremo ha asumido su investigación por terrorismo, como del diputado de ERC Ruben Wagensberg por su condición de aforado. Pero volvamos a Aguirre. Ha llegado el momento de que el Consejo General del Poder Judicial tome cartas en el asunto y ponga punto final, ya que es del todo evidente que el único objetivo que tiene es impedir que se puedan acoger a la ley de amnistía basándose en el nuevo delito de alta traición. Aquí se encuentran delitos a la carta con un único objetivo, y si hay que abrir piezas separadas, se abren sin problema alguno. También sin base alguna.

No hay trama rusa. Nada se ha podido probar, ni demostrar. Pero sí hay una enorme literatura mediática. Incluso se ha llegado a publicar un libro de un periodista que reside en Washington del diario ABC que en su sinopsis dice que "en torno al 1 de octubre de 2017, Barcelona se convirtió en un nido de espías, de desinformación y de traición". Suena a atractivo, ciertamente, y en un libro se puede hacer. Como preguntarse, "¿hasta dónde estaba Vladímir Putin dispuesto a llevar su alianza con los independentistas?". Pero una instrucción judicial es otra cosa. O debería ser otra cosa. Con mucha razón, el abogado Gonzalo Boye sostiene que la resolución del juez es ilegal y prevaricadora porque desoye la orden de la Audiencia de Barcelona, del pasado mes de mayo pasado, para que Aguirre cerrara el caso Volhov, abierto hace cuatro años. Y prevaricadora, porque no quiere aplicar la amnistía.