De entre las muchas manifestaciones que ha hecho el independentismo en los últimos años, seguramente, la de este jueves al pie de la montaña de Montjuïc era una de las más difíciles. Había una serie de razones que jugaban en contra: en primer lugar, la desunión de los partidos independentistas, enzarzados en una guerra fratricida, cainita y estúpida, que no presagia nada bueno para los tiempos venideros. En segundo lugar, las dificultades objetivas de saber explicar las razones de la concentración coincidiendo con la cumbre hispano-francesa. Argumentos de peso, pero de consumo muy interno por la provocación con que Pedro Sánchez ha movido sus peones para presentar la cita de Barcelona como una especie de certificado del final del procés. Y, en tercer lugar, la climatología y la hora escogida: las 9 de la mañana del día que puede acabar siendo el más frío del invierno.
Es importante este contexto para entender la satisfacción del independentismo con la movilización, pero también la desazón de sus adversarios. Con todos estos elementos en contra, el independentismo movilizó a varias decenas de miles de personas, según los organizadores, y se reafirmó en sus posiciones políticas de amnistía y referéndum, dos palabras que en Madrid no se quieren escuchar pero que marcan el único camino en el que se puede transitar políticamente en la búsqueda de la pacificación. El diario británico The Times recoge bastante bien cuál era el objetivo de la concentración de este jueves y que no era simplemente el de protestar. "Los dirigentes independentistas han vuelto a levantar la bandera para demostrar al gobierno español y a la comunidad internacional que el movimiento independentista está debilitado, pero no está muerto", apunta el Times, demostrando, una vez más, que la distancia no es un problema a la hora de hacer una lectura acertada de lo que había pasado. Que la clave está en que se imponga un análisis riguroso y profesional.
El gobierno español ha tenido una respuesta lo suficientemente significativa para que pueda ver confirmado que su agenda por el reencuentro y su idea de una Catalunya domesticada dista mucho de ser algo más que un eslogan, y desde las puertas del MNAC las dos delegaciones española y francesa han podido escuchar con toda nitidez las protestas de los independentistas. Si Pedro Sánchez quería exhibir ante Emmanuel Macron el final del conflicto catalán, parece difícil que haya convencido al titular del Eliseo de ello. Dicho eso, el Sánchez camaleónico que conocemos cree tener suficiente con mirar Barcelona desde el MNAC y ver que la ciudad continúa su vida normal y el Govern está incómodo pero presente en la salutación a Macron. El presidente español, ya en campaña electoral, aprovecha todo lo que puede y mientras rebaja el papel de Aragonès a un breve saludo de cortesía de unos segundos se va a tomar café en una librería del centro de la ciudad con el líder del PSC, Salvador Illa. Gestos y política.
Pese a que no es la primera vez que sucede y afectó a una parte muy menor de los manifestantes, trasladar la tensión independentista del momento político al nivel de la descalificación entre sus diferentes actores es un error. Que Oriol Junqueras reciba gritos de querer que vuelva a la prisión es un desatino y está fuera de lugar. Los nueve presos políticos que han pasado más de tres años encarcelados y los exiliados que llevan un tiempo mayor fuera de Catalunya no merecen un escarnio semejante. Un movimiento maduro y de liberación nacional para ser hegemónico necesita altura de miras, generosidad e inteligencia. Y, a veces, se echa de menos.