La desfachatez del ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, justificando la infiltración de un miembro de la Policía Nacional española en los movimientos sociales catalanes por la necesidad de prevenir la comisión de delitos debería avergonzarnos a todos. Es una respuesta más propia de los ministros de la Gobernación que tuvieron la responsabilidad de dirigir la seguridad del Estado en los años pretéritos a la Transición española que una contestación del gobierno que se autodefine como el más progresista de la historia de España. Claro que Marlaska no es progresista y su etapa pasada como juez así lo evidencia. O en muchas de las respuestas que ha venido dando cuando su ministerio ha tenido conflictos y solo hace falta recordar el escandaloso caso de la valla de Melilla. Pero lo más preocupante es que Marlaska dice esto porque tiene bula, sabe que nada le va a pasar y se pueden decir disparates como este, que, aunque explican muchas cosas, también dicen bastante de la manera de lo que es entender el poder sin miramiento alguno hacia planteamientos democráticos.

No es casual lo que dice Marlaska. Tampoco lo que hace. El gobierno español ha entrado en una deriva de regresión y, después de pactar hasta ahora los ejes de la legislatura con Esquerra, ha enfilado el camino de la aparente separación de cada uno por su lado. Superada la última curva, que fue la reforma del Código Penal con la supresión del delito de sedición, la modificación del delito de malversación y la incorporación de un nuevo delito de desórdenes públicos agravados, se han instalado en el PSOE dos premisas: ninguna concesión más y hostigamiento máximo al independentismo. De lo primero ha habido este martes un nuevo ejemplo con el rechazo del ministro de Presidencia, Félix Bolaños, a convertir la comisaría de Via Laietana en un centro de memoria histórica. De hecho, ha ido más lejos, afirmando que la comisaría ya se ha resignificado, ya que los que allí trabajan "defienden la Constitución y los valores democráticos".

En esta línea, también ha hecho su aportación Pedro Sánchez. En una reunión con el grupo socialista en el Congreso, ha presumido de haber roto el independentismo y de que bajo su mandato se ha revertido la situación originada en 2017 con el referéndum de independencia. El presidente recordaba con esta puesta en escena a aquella famosa declaración de la entonces vicepresidenta del gobierno español, Soraya Sáenz de Santamaría, que también había acabado con el independentismo y desmontado el Diplocat (la acción exterior de la Generalitat). "Ya no se llama Diplocat, se llama Diplocat en liquidación", sentenció Soraya, unas semanas antes de que el independentismo arrasara en las elecciones de 2017. Claro que Sánchez lo hace para atraer votos fuera de Catalunya, pero unas elecciones siempre son como un péndulo, que, si no lo calculas bien, lo que ganas en las Españas lo puedes acabar perdiendo en Catalunya.

Marlaska, Bolaños y Sánchez hablan y actúan, en este final de ciclo político, no muy diferente a como lo haría el PP, en un intento por recuperar el centro perdido. Pero aún le quedan nueve meses en el Gobierno, tiene que seguir aprobando leyes, y abrazos del oso como el del PP con la ley del solo sí es sí ayudan más a centrar al PP que a resituar al PSOE. Al final, con Podemos en contra, la alianza entre socialistas y populares en una cuestión tan importante no es la que más le convenga al Gobierno. Máxime, tras el reconocimiento del presidente de que se había entrado tarde y mal en una modificación que era clamorosa a la vista de las sentencias. Porque los jueces también han jugado aquí su propia partida.