Se cumplen este viernes, 15 de abril, ya siete meses desde que se celebró la mesa de diálogo entre el Gobierno español y una parte del gobierno catalán, la de Esquerra Republicana, ya que el president Pere Aragonès vetó la asistencia de los miembros de Junts per Catalunya después de que el partido de Carles Puigdemont incorporara a su delegación presos políticos, en vez de ceñirse a conformarla solo con consellers de la Generalitat, como el PSOE exigía. Siete meses rehuyendo el PSOE lo que fue una condición para la investidura de Pedro Sánchez y el apoyo parlamentario que Esquerra le ha otorgado desde el inicio de la legislatura. Un balance mucho más que pobre, calamitoso, inexplicable políticamente cuando en juego hay la posibilidad de acordar la amnistía, un referéndum de independencia pactado y el reconocimiento del derecho a la autodeterminación.
Si a ello sumamos que tras la moción de censura que permitió el acceso de Sánchez y la salida de Mariano Rajoy de la Moncloa el engaño fue similar, ya que la mesa también solo se reunió una vez, el 26 de febrero de 2020, bajo la presidencia de la Generalitat por Quim Torra, lo menos que cabe deducir es que estamos ante una estrategia perfectamente deliberada. Seguramente con el único objetivo de enredar al personal con un artefacto político que ha sido desactivado y que solo tiene la carcasa de lo que se entiende universalmente por una mesa de diálogo entre gobiernos para solucionar un conflicto político.
El resultado es que Sánchez ha podido vender internacionalmente que está negociando con el independentismo catalán, cuando no solo no negocia, sino que ni tan siquiera dialoga. Es más, ni se reúne con ellos porque no le da la gana. Y así un día tras otro. De aquellas primeras reuniones mensuales acordadas entre Sánchez y Torra, se pasó por parte de Moncloa a un discurso que ponía el acento en su intransigencia para acordar una temática de reuniones. Ya con Pere Aragonès, el PSOE tampoco ha tenido piedad y de aquella reunión a principios de enero nunca celebrada se ha pasado a sacarla de la agenda política. Este mismo viernes, el portavoz de los socialistas en el Congreso de los Diputados, Héctor Gómez, declaraba que no era necesario fijar una fecha porque el tiempo de la confrontación ya se ha acabado.
Quizás, para los más piadosos con el PSOE era necesario llegar aquí para certificar que era un camino intransitable. Desde el primer momento señalé que solo hacía falta saber un poco de historia y cómo se habían comportado los socialistas españoles siempre, para presagiar el final de la mesa de diálogo. Y menos si no se les sometía a un test de estrés permanente en el que se quedaran sin mayoría parlamentaria uno y otro día que les impidiera continuar en el gobierno. Pero ese momento pasó, con la legislatura española enfilando la recta final, el independentismo carente de una estrategia unitaria y nuevas necesidades como la crisis económica, la inflación desbocada y los precios de la energía en una escalada interminable.
En este contexto, quien consiga hacer creíble una ruta que mantenga viva la reivindicación independentista, pero que la acompañe de una gestión inmaculada de las necesidades más perentorias de los ciudadanos —priorizando, porque ese es el Abc de la política, ya que no se puede llegar a todo— tendrá mucho ganado.