La Europa democrática aprieta los dientes a la espera de las trascendentales elecciones italianas de este domingo, en que la candidata de extrema derecha, Giorgia Meloni, puede que lidere los comicios en representación del partido ultra Fratelli d'Italia. Meloni tiene, según coinciden todos los sondeos y analistas transalpinos, todas las cartas a su favor, y con la gran coalición de derecha y extrema derecha, de la que forman parte la Lega de Mateo Salvini y Forza Italia de Silvio Berlusconi, la posibilidad de dar un vuelco histórico en el país y controlar las dos cámaras parlamentarias.

Meloni, con un discurso populista y una imagen que ha cuajado de devolver el orgullo a Italia y de renovación del país, ha aguantado las embestidas de Enrico Letta, que ha tenido la difícil misión de detener el impulso de la ultraderecha en base a su experiencia política, ya que fue primer ministro en los años 2013 y 2014, dos veces ministro entre los años 1998 y 2001, y diputado en el Parlamento Europeo entre 2004 y 2006. Al abandonar en 2014 el palacio Chigi, se alejó de la política para dedicarse a la docencia. Ahora, al frente del Partito Democratico, busca una carambola casi imposible.

Aunque los partidos tradicionales tienden a responsabilizar la crisis económica del alza de las formaciones políticas de ultraderecha, eso no es del todo cierto y la causa fundamental hay que encontrarla en sus propias políticas, su desafección y alejamiento de la ciudadanía, sus malos gobiernos y la legitimidad que entre unos y otros se da a las formaciones de ultraderecha. España es un claro ejemplo de ello: el Partido Popular ha hecho gobiernos con Vox con una comodidad pasmosa y el PSOE ha jugado con sus votos en el Congreso de los Diputados cuando ha sido necesario. La política de culparse mutuamente ha tenido más fuerza que la de quedarse en minoría por higiene democrática. Es obvio que España no ha hecho como Francia.

Y, como sucede siempre, ahora vienen los lloros, las preocupaciones y las amenazas. Bastaba oír este viernes a la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, señalando que Bruselas tenía herramientas suficientes si Italia se alejaba de los principios democráticos, y ponía los ejemplos de Hungría y Polonia como si fueran casos comparables. Italia es la cuarta economía de Europa, uno de los seis países fundadores de la Unión Europea junto a Alemania, Francia, Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo, y Roma ha estado presente en todos los tratados históricos que se han firmado. No es, por tanto, Hungría y Polonia por más que lo predique Von der Leyen.

El riesgo de una Europa desunida no es menor, ni tampoco el de una Europa que no tenga consensos para defender los valores democráticos, algo en que, por otro lado, ya se ha ido viendo en los últimos tiempos una cierta crisis. Por eso, los resultados van a ser muy importantes no solo para Italia, sino fuera de sus fronteras.