Era Isabel II uno de los escasos iconos planetarios. La Reina. Ella sí merece ser recordada con mayúsculas, que daba sentido a una institución tan caduca como la monarquía. Una política gigante —¿quién dice que los reyes no hacen política?—, que además actuó como tal, lo cual tiene más mérito, sin decir nunca una frase, llevándose a la tumba si era más de derechas o más de izquierdas. La fórmula infalible que le permitió ser la reina de todos. Acusada de ser una persona rígida, ella hablaba con gestos, quizás la única manera con que la monarquía podía conservar una cierta magia. El Reino Unido está de duelo: pero no son solo Londres, Liverpool, Manchester, Birmingham y todas las ciudades de Inglaterra quienes la lloran, sino que lo hacen también Escocia y Gales. Esa idea de Reina de todo su imperio, aunque quieran algunas de sus naciones ser un país independiente, es la que la ha defendido durante su reinado con uñas y dientes. Y explica cómo desde que accedió al trono, en 1952, Isabel II además de reinar en el país británico también lo hace en otros 14 Estados, antiguas colonias que pese a independizarse optaron por la monarquía en su régimen político.
La muerte en su castillo de Balmoral, en Escocia; su última aparición pública, la víspera de su fallecimiento, recibiendo a la nueva primera ministra conservadora, Liz Truss, con una falda que identificaba perfectamente donde estaba, han sido su última contribución, su último gesto, de como ella entendía, pese a tener 96 años, un reino. Una figura cohesionadora entre partes diferentes y no una personalidad rupturista, confrontada y divisoria. Escocia puede ser independiente, pero ella también quería ser su reina. Es absolutamente impensable que una secuencia similar hubiera podido pasar antes, mucho menos ahora, en la España madrileñizada que ha acabado quedando, donde las autonomías han dejado de tener peso político, y después de la fractura institucional que marcó el otoño de 2017 y que acabó dejando una monarquía de parte y ostensiblemente lesiva para los intereses de Catalunya.
No lo va a tener fácil su hijo Carlos, que reinará con el nombre de Carlos III, que accede al trono con 73 años, una edad en la que ya no se llega a estas responsabilidades y, en todo caso, se dejan de tener. Habrá que ver también si toda la capacidad de Isabel II para ganarse el aprecio de su pueblo es igual con su hijo. Parece difícil, casi imposible, ya que la reina había conseguido una situación única, excepcional, fruto, seguramente, también de un reinado tan longevo que, como muy bien ha recordado la BBC, tuvo un primer ministro que nació en 1874 como Winston Churchill y una primera ministra como Truss nacida en 1975, 101 años entre uno y otra. Será, en el mejor de los casos, un rey de transición, que tendrá como primer objetivo que el afecto a Isabel II no se acabe con ella y entre el país en un debate sobre el futuro de la monarquía.
Porque a diferencia de su madre, él sí carece de la magia del silencio. Sus opiniones sobre muchos temas, algunas polémicas, son de sobras conocidas y, como sucede siempre, a unos les gustan y a otros no. Y por ahí sobrevuela la princesa Diana, de cuya muerte en París hace justo ocho días se cumplió el 25 aniversario y que fue una de las últimas grandes crisis de la soberana con su pueblo, ya que no entendió nunca el afecto que suscitaba aquella nuera, a quien no soportaba, y que pudiera confrontarse con ella incluso en popularidad. De eso hace años, pero en este tipo de cosas persiguen siempre más los muertos que los vivos y los fantasmas del pasado ahí están. Por no hablar de recientes polémicas sobre donaciones millonarias de Catar y de otros países de aquella área geográfica que la prensa del Reino Unido ha ido publicando ampliamente.
Se abre una etapa para una monarquía a la que algunos hemos mirado siempre con respeto y nunca sabremos qué idea tendríamos de una institución así si quienes la han ocupado en España hubieran tenido una actitud diferente y mayor tacto con respecto a lo que una nación representa por historia, por cultura, por lengua y sobre todo por ganas de libertad.