Por tercer día consecutivo, el líder opositor ruso Alexéi Navalni sigue siendo objeto de homenaje en el cementerio de Moscú donde fue enterrado el viernes. Su muerte en extrañas circunstancias —algo que suele ser más que habitual cuando se trata de opositores a Vladímir Putin—, en una prisión ártica, ha despertado una corriente de simpatía hacia Navalni, que se confronta con la campaña que lleva a cabo el presidente ruso para las elecciones del próximo 17 de marzo. Putin guarda silencio, la prensa oficial esquiva la cuestión y nadie duda que dentro de dos semanas obtendrá la reelección.
Eso no quiere decir que después del asesinato de Navalni —porque todos los indicios apuntan a que la muerte no fue fortuita— las cosas en Rusia continúen igual. Las largas colas en el cementerio Borisov, desobedeciendo la posición oficial del régimen, son una mínima esperanza de que una parte del pueblo ruso ha dejado de tener miedo al dictador y no tienen reparo en plantar cara y significarse. El amplio despliegue policial no ha sido suficiente para desmovilizar a los partidarios de Navalni, que veían en el activista una esperanza para acabar con la autarquía del Kremlin.
Las largas colas en el cementerio Borisov son una mínima esperanza de que una parte del pueblo ruso ha dejado de tener miedo al dictador
Pero siguiendo una vieja tradición del régimen ruso, los opositores no son bien vistos. Por una u otra razón, todos acaban desapareciendo, asesinados o envenenados. Todo ello en medio de la guerra con Ucrania en la que Putin ha realizado la mayor movilización militar y civil de las últimas décadas y que cumplió el pasado mes de febrero dos años de conflicto bélico. La cronificación de la guerra le ha supuesto al líder ruso un desgaste con el que no contaba, además de una movilización de recursos económicos y una abierta confrontación con Occidente.
Pero Putin ha sorteado con mano de hierro y con la lealtad mayoritaria del ejército —cuando no ha sido así, ha hecho las purgas convenientes en la cúpula militar— cualquier tipo de crítica que haya podido haber. El férreo control de la política interior le ha servido para trasladar una visión muy alejada de lo que está sucediendo en Ucrania a la opinión pública rusa. Aunque también es verdad que en los últimos tiempos, el apoyo a Zelenski se ha ido reduciendo y en los barómetros elaborados entre los ciudadanos europeos se ha ido detectando un cierto cansancio con la ayuda a Ucrania.
En este contexto, Navalni vuelve a situar a Occidente ante el espejo, y la elección de permitir a un sátrapa como Putin que siga haciendo lo que quiera o poner límites a su actuación.