En lo que llevamos de legislatura en Catalunya —Salvador Illa llegó a la presidencia el pasado 8 de agosto— una de las frases que más se ha escuchado es que no hay oposición al Govern y que solo el discurso radical y contundente de Sílvia Orriols, la líder de Aliança Catalana, hace méritos de querer quedarse este trofeo. Evidentemente, no es verdad que con dos diputados ejerzan esta función. Es más bien una denuncia en voz alta sobre en qué momento pasarían página Junts per Catalunya y Esquerra Republicana de sus frustrantes resultados del pasado mes de mayo. Solo en la medida que ello suceda se podrá ver en 360 grados qué es lo que puede o no dar de sí la quincena legislatura del Parlament.
En contra de lo que hubiera tenido que suceder, ya que para ello se aprobó la ley de Amnistía en las Cortes, la legislatura está marcada por la continuidad de la represión judicial y la existencia de exiliados. Hemos de estar en contra de que ello se normalice por una cuestión de higiene democrática. Tanto Junts como ERC inician el nuevo curso habiendo resuelto sus problemas internos. En el caso de Junts, Carles Puigdemont tiene el difícil reto de conducir el partido a caladeros electorales mucho más grandes y abandonar algunos minifundios de resultados imposibles. Los resultados de las elecciones de mayo, con todos los matices que se quieran, situaron, un diputado arriba o abajo, un techo de 35 escaños.
Para ganar, digamos, una docena de escaños, hay que hacer muchas otras cosas y abrirse a otros electores que antes los podían votar y ahora no lo hacen. En las últimas semanas, han dado pasos significativos en materia económica en debates como el techo de déficit y toda la discusión en Madrid sobre los impuestos, en lo que ha supuesto un cierto reencuentro con el mundo empresarial catalán. De cómo resuelva esta asignatura dependerá su contienda con el PSC, que tiene mucho mejores cartas —el Govern, el Ayuntamiento y la Diputación de Barcelona o el Ministerio de Industria— pero que puede quedar lastrado por un sesgo ideológico demasiado izquierdista del ejecutivo catalán.
La legislatura está marcada por la continuidad de la represión judicial y la existencia de exiliados. Hemos de estar en contra de que ello se normalice por una cuestión de higiene democrática
Si Puigdemont ha enseñado algunas cartas, Junqueras, por el contrario, no ha abierto mucho la boca desde su retorno a la dirección de Esquerra. Su único mensaje ha sido para recordar a los socialistas que deben cumplir los pactos, tanto los que hicieron a Illa president de la Generalitat, como a Pedro Sánchez presidente del gobierno español. Illa ya ha tenido que aplazar las negociaciones para tener presupuestos en 2025 y el calendario que tiene por delante hace muy difícil que pueda sacar las cuentas públicas mucho antes del verano. Aunque Sánchez y los diferentes gobiernos catalanes de los últimos tiempos nos han acostumbrado a vivir sin presupuestos, la normalidad que preconiza Illa tiene mucho que ver con presupuestos y el aval de Junqueras. El líder de Esquerra, murri como es, no quiere quedar atrapado en la telaraña socialista, pero necesita tiempo para recomponer su fracturado partido.
Una situación similar, con los mismos partidos en posiciones muy parecidas, se libra en la ciudad de Barcelona. La gran diferencia es que los ayuntamientos son muy presidencialistas y disponen de mecanismos diferentes para que puedan funcionar con normalidad. En el consistorio, todo el mundo da por segura la incorporación de Esquerra al equipo de gobierno de la ciudad, que actualmente solo cuenta con los diez concejales del PSC. El hecho de que la decisión tenga que ser validada por las bases es, ciertamente, un obstáculo, ya que en una votación de esta naturaleza y en estos momentos, se librarían muchas otras batallas. El alcalde Jaume Collboni espera sin desesperarse, ya que un equipo de gobierno reducido es ir siempre con la lengua fuera. Pero una coalición, en la práctica, muchas veces acaba siendo mucho más agotadora.